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G. ERNESTAN

SOCIALISMO Y HUMANISMO

Ediciones RECONSTRUIR

Buenos Aires

Titulo del original: SOCIALISME ET EVMANISME

G. Ernestán —seudónimo de Ernest Tanrez— es conocido en los medios libertarios de Francia y Bélgica como un estudioso que desde hace cerca de treinta años se dedica con sincero empeño a profundizar y destacar el sentido creador del socialismo, en fun-ción indisoluble con el desarrollo de la personalidad humana.

Nacido en Gand (Bélgica) y en julio de 1898, la primera guerra mundial lo sorprendió en plena adolescencia y le obligó a aban-donar sus estudios y a conocer todas las vicisitudes que tuvieron que afrontar los jóvenes de su generación frente a la catástrofe. No obstante, pudo formarse una sólida cultura humanista, haciera dolo en forma autodidacta. Poco después del fin de la guerra entró en contacto con los ambientes de avanzada e inició una colabora-ción regular en numerosos periódicos y revistas, principalmente en "Le Libertaire", de París, y **.Rouge et Noirde Bruselas. Su primer ensayo importante apareció en 1931 bajo el título de "Le So-cialismo contre VAutoritédonde desarrolla su punto de vista sobre el socialismo y la libertad. En todos sus escritos y colaboraciones mantuvo siempre un espíritu de independenciadentro de la corriente general de ideas en que se situara.

La guerra de 1939-45 interrumpió en parte sus actividades y lo sometió a duras pruebas y persecuciones. Cuando Bélgica fué invadida por los nazis, refugióse en Francia, pero allí fué detenido como "sospechoso político" e internado en el tristemente célebre 1 • campo de Vernet d*Ariége, tan conocido por millares de antifas

cistas españoles. Liberado en 1941 y repatriado a Bélgica, fué detenido por la Gestapo y encerrado en el fuerte Breendock, uno de los más terribles lugares de tortura que instalaron los nazis en el > país invadido. Un feliz azar determinó su liberación unos meses

más tarde, aunque en un lamentable estado físico. Terminada la guerra, continuó su labor de estudioso y de pro¡mgandista. Fruto de ese trabajo es '*Socialismo y Humanismoque hoy ofrecemos a nuestros lectores, y "La contrarévolution étatisteque apareció en la revista "Pensée et Action", de Bruselas, y que hemos traducido y publicado parcialmente en "Reconstruir \

Al hacer conocer al público de habla española el presente tro-bajo, con especial complacencia del autor, entendemos realizar una contribución valiosa a la comprensión de las ideas socialistas, que tanto han sido deformadas por la intervención de factores que ao• túan en sentido diametralmente opuesto a la finalidad emancipadora que constituye su esencia y su razón de ser.

CONSIDERACIONES PREVIAS

A propósito de las grandes crisis religiosas del Renacimiento m ha dicho que todo el mundo era entonces espiritualmente católico, pero que las diferencias consistían en la manera de serlo.

Observemos, sin embargo, que, a pesar de su violencia y de la gravedad de sus consecuencias, esos conflictos no sobrepasaban ciertos artículos de fe intangibles. ¡Pero qué decir hoy de los cismas del socialismo, cuyos adeptos se oponen mutuamente con tanto ardor que uno se pregunta qué tienen de común entre sí! Por lo demás, no es posible forzar mucho la comparación, pues se refiere a algo muy distinto de una crisis religiosa. No basta decir que la crisis del socialismo es una quiebra del régimen; se trata en verdad de una crisis de covilización, y —cosa singular— una crisis que se desarrolla y se agrava precisamente cuando no sólo existen condiciones materiales favorables al socialismo, sino que éstas se imponen.

Sin duda, se dan explicaciones del fenómeno en cierto modo alentadoras. Las desdichas del socialismo se atribuyen a la maldad de los conservadores, a la división de los partidos, a las guerras pasada», presentes o futuras, etc.... Las mismas dificultades y crisis económicas que I09 socialistas clásicos presentaban como la era bendita de los progresos y las conquistas, hoy se señalan como motivos de retroceso y de impotencia. En realidad, todos esos pretextos no equivalen a una razón; día a día resulta más claro que los desgarramientos del socialismo, sus contradicciones y sus inverosímiles desviaciones no se deben a causas exteriores, sino a profundos factores internos.

Ocurre que al ser comprendida esta verdad por ciertos tocialis» tas, emprenden la tarea de revisiones doctrinarias y de exámonea críticos, que por lo general se limita a lo superficial, a lo inmediato y a los aspectos presuntamente prácticos. Al retroceder ante la nooo-sidad de poner en discusión los fundamentos de su doctrina, llegar hasta el origen de los malea. Unos, felices de poseer la verdad absoluta por revelación marxista, no se arriesgan a perderla; otros, considerando la gravedad del momento, se deciden por la urgencia de la acción antes que por la necesidad de revisar sus convicciones. Ahora bien; creemos que, para el socialismo, ninguna cuestión urgente debe prevalecer sobre la obligación de revisar sus valores y de reconstruir su estructura ideológica.

Hay algo perfectamente seguro: el socialismo no domina los hechos, sino que es dominado por ellos; lejos de guiar la marcha de los acontecimientos, va a remolque de los mismos. Mientras su pragmatismo y su oportunismo no son más que confesiones disimuladas de impotencia, no rechaza el pasado ni las potencias de las tinieblas; se adapta a ellas, cuando no las explota. En una palabra, no aparece como una idea fuerza capaz de detener la marcha de los pueblos hacia destinos trágicos e inevitables decadencias.

El socialismo, en su origen, al mismo tiempo que elevaba contra el capitalismo la más justa y severa de las requisitorias, fué la revelación de un mundo nuevo y de una nueva humanidad. Desgraciadamente, muy pronto perdió conciencia de la grandeza y extensión de su tarea y olvidó esencialmente que el orden social que él impugnaba descansaba sólo sobre un error y un abuso económico. El capitalismo es la expresión moderna del principio de opresión del hombre por el hombre, que rige la historia desde sus comienzos; se trata de un sistema de vida multimilenaria frente al cual hay que oponer nada menos que un conjunto de valores civilizadores nuevos. En síntesis, es necesario substituir la moral capitalista por una moral socialista. Pero en parte por reacción contra la hipócrita moralidad burguesa y también porque el socialismo era en su opinión una verdad que no depende de la moral, los socialistas llegaron a sentir aversión contra ésta, juzgando, además, que la moral del socialismo surgiría de los hechos al día siguiente o subsiguiente de su triunfo.

Sin abordar por el momento el fondo de este problema esencial, es necesario decir, sin embargo —con esa molestia que sentimos al recordar verdades tan elementales—, que la moral es una realidad histórica y social, del mismo modo que lo es, por ejemplo, la producción y el cambio; y que no se puede concebir una sociedad sin moral, así como no se puede imaginar una sociedad sin economía; que en definitiva tina sociedad no es otra cosa que una organización de costumbres; es decir, una moral en acción.

Hoy, ruando nos encontramos ante la necesidad de una revolución socialista, a riesgo de deslizamos hacia las más peligrosas aventuras, nos viene a la memoria lo que en 1920 decía el malogrado R. Lcfebvre (desaparecido en el mar Báltico mientras trataba de ponerse en contacto con los soviets de entonces) : "la situación es revolucionaria, los hombres No lo son". Lo cual quiere decir que, antes de pasar a los hechos, el socialismo debe estar vivo en las concieneias y que la adhesión al socialismo es, ante todo, de índole moral. Pero es menester, en primer término, que esta moral permanezca en el primer plano de la doctrina, de la acción y de la enseñanza socialistas. Mas estamos, ¡por desgracia!, desde hace tiempo, muy lejos de ello.

En la época en que el socialismo pasó al estado político, cristalizó en un dogmatismo simplista, científico económico, impregnado de los errores y de las pretensiones del siglo XIX. Y como a partir de entonces el pensamiento socialista ha quedado sometido a los intereses de los partidos y fué vulgarizado por demagogos oportunistas, esos errores no sólo han persistido, sino que se han agravado. El socialismo no carece en nuestros días de políticos hábiles ni de distinguidos economistas; pero ya no se preocupa por el hombre; pretende ignorar la única realidad actuante, la entidad humana.

Considerar al hombre como base, medio y fin del socialismo, tal es lo esencial de nuestro punto de vista y lo que entendemos por socialismo humanista.

Esto involucra primeramente la necesidad de afirmar qué eé el hombre; de resumir lo que se sabe de sus orígenes, de su evolución y de su naturaleza. Creemos indispensable comenzar por ahí, porque pensamos que el desconocimiento del hombre es la característica más impresionante, no sólo de los teóricos socialistas, sino de toda la sociología moderna. Quizá sea más justo decir que está admitido que todo lo que concierne al animal humano corresponde a los biólogos, los antropólogos y otros especialistas, entregados a sus laboratorios, a sus búsquedas y a sus especulaciones, mientras que para los sociólogos el hombre es una abstracción impersonal que no tiene realidad sino en el plano económico y político. De ahí resulta que la sociología se encuentra actualmente en un callejón sin salida, del cual aólo podrá salir si sabe ligar su ciencia a la ciencia del hombre, es decir, • «1 humanismo.

EL HOMBRE

Sabemos muy poco acerca de las formas que revistió la vida desde el momento en que apareció sobre nuestra costra terrestre y no es mucho más lo que conocemos de cómo, entre esas formas, aparecieron los antropoides.

En verdad, la génesis del hombre permanece en el misterio.

Es conocida la fórmula que lo hace descender del mono; fórmula de vulgarización evidentemente falsa. Lo cierto es que las especies humanas y las de los monos descienden de tipos anteriores, poseyendo caracteres comunes. Pero en realidad, y remontándonos a los primeros orígenes, ¿no provienen acaso todos los seres vivos de los protozoarios y tienen todos un mismo parentesco?

No hay, desde luego, ninguna originalidad en recordar una cosa que está hoy científicamente establecida, pero queremos subrayar —y esta observación es de gran importancia— que esta conquista científica es reciente. Aun en el siglo XX, la enseñanza de las doctrinas transformistas estaba prohibida en ciertos estados de América. Es verdad que en la segunda mitad del siglo XIX numerosos sabios adhirieron a las teorías de Lamarck y de Darwin, pero es necesario reconocer que no se trataba, objetivamente, sino de hipótesis, y que es preciso llegar hasta el fin del siglo —después del descubrimiento de los cráneos de Java y de Pekín— para que los famosos eslabones perdidos sean hallados y el principio transformista aplicado al hombre llegue a ser irrefutable.

Dispersas en las selvas que cubrían los continentes al fin de la época terciaria, vivían numerosas bandas de antropoides, cuando te produjo lo que hay que llamar el milagro humano. Pues si bien •orno violación de las leyes naturales el milagro es un contrasentido, ¿cómo hay que calificar al fenómeno absolutamente único de la aparición del hombre, más exactamente, del carácter humano en una especie animal?

Sea como fuere, lo cierto es que este animal comienza a reunir piedras y a servirse de ellas como herramientas; que no satisfecho aon elegir las más apropiadas, las rompe de modo que puede obtener trozos cortantes y puntiagudos; que crea realmente un arte con •1 tallado y Inego con el pulido de las piedras, y que finalmente llega a fundirlas para extraer de ellas el metal.

Es posible, sin duda, relacionar estos fenómenos con la transfor-mmmém da las aoadioienea del medio, pero todas Jai hipótacii dajaa intacto el hecho de que hubo entre los antropoidea individuos que se revelaron dotados de una inteligencia —o, si se prefiere, de una capacidad evolutiva— absolutamente particular. Por lo demás, damos el ejemplo de la utilización de las piedras porque, a falta de otro! elementos, sobre ellas se basan las investigaciones prehistóricas, pero ése no es, evidentemente, sino un aspecto secundario del fenómeno. Paralelamente a la evolución de su técnica, la transformación del hombre es general, sus nuevas formas de pensar y de vivir modifican su estructura y sus órganos, su cerebro y su cráneo aumentan de volumen y cambian de forma, su estatura se eleva verticalmente. En suma, el tipo humano se define, hasta constituir una especie netamente particular en el plano físico y sin comparación posible eon las otras especies en el plano mental.

¿Cuál fué, por otra parte, su evolución en el plano social? Ne hace falta mucha erudición antropológica para saber que el desama lio del hombre, a partir de las primeras luces de su inteligencia, estuvo ligado al desarrollo de su sentido social y a la solidaridad cada vez más organizada y extendida. El perfeccionamiento de la técnica» la división del trabajo, la formación del lenguaje articulado y el progreso general son a la vez causas y consecuencias del progreso social y constituyen de hecho el "contrato social", caro a J. J. Rousseaw. Con la diferencia de que no fué, como lo creía el filósofo, una especie de carta jurídico-filantrópica convenida solemnemente por "hombres libres", sino simplemente el establecimiento tácito de convenciones elementales e indispensables que disponían la interdependencia de lo8 individuos dentro del grupo, así como las relaciones entre los grupos. Estos últimos fueron ampliándose constantemente: de la familia pasamos al clan, a la tribu, para llegar por último a la con»* titución de pueblos que poseían un conjunto de creencias, de cuitare y de costumbres comunes, y que podían llamarse civiluaoiane*.

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EL DUALISMO HUMANO

No obstante, cabe señalar que la evolución mental del hombre ee infinitamente más compleja y misteriosa que su evolución física. Si respecto a esta última poseemos datos y expresiones precisas, no oen-rre lo mismo cuando tratamos de establecer la psicología de nuestroe rsmetos antepasados. Los descubrimientos de la psicología modera* hacen aparecer la cuestión mucho más complicada de lo que la suponían los sabios de ayer. No se estaba muy lejos de creer, en efecto, que el comportamiento méntal y moral del hombre era una simple resultante de la química y de la física del cerebro. Actualmente, dejando a un lado la mecánica del pensamiento, se sabe que sus fuentes principales son más profundas y más lejanas.

Dos concepciones de la ciencia moderna que en lo esencial coinciden entre sí, tienen particular importancia en ese sentido: la teoría de la memoria de la especie y la teoría del inconsciente.

La teoría de la memoria de la especie afirma que, además de la memoria de los hechos personales, el hombre guarda en su espíritu las adquisiciones obtenidas en su evolución ancestral más remota. La teoría del inconsciente afirma, por su parte, que debajo de la personalidad de la que tenemos conciencia, existe en nosotros una personalidad inconsciente más profunda y que a menudo es la determinante.

Fácilmente se comprende la trascendencia de las consecuencias que derivan de tales descubrimientos. Si el hombre es, por una parte, la suma viviente de la evolución de su especie y si, además, lo determina aquello que se encuentra en la profundidad de su inconsciente, quedamos confundidos por el conjunto de los elementos constitutivos y actuantes de su personalidad. Quedamos más impresionados aún por las condiciones que tienen al hombre como centro y por el pluralismo que de allí resulta necesariamente. Henos ahí llevados, por el camino científico, a la vieja fórmula del conflicto interno entre el hombre y la bestia. Más que cualquier fraseología, expresan este drama esta*sencillas palabras: el ser humano es una bestia con* vertida en hombref sin que la ruptura entre uno y otro sea precisa.

Esta comprobación, que nos coloca más allá del optimismo y del pesimismo, plantea de una manera realista y exacta los términos del problema humano y social.

¿Equivale esto a decir, con ciertos amargos misántropos, que las conquistas morales de la civilización no son en el hombre más que un barniz siempre dispuesto a desaparecer y que recubre malamente una bestialidad incurable? Ciertamente, no; las transformaciones del carácter humano son profundas y orgánicas y los mismos instin* tos sufren, como toda cosa viviente, la ley de la evolución. Pero de* bemos tener el cuidado de señalar que esa evolución so product d* manera absolutamente desordenada, sin igualdad ni regularidad, con detenciones, retrocesos y avances bruscos; de tal modo que la vida, tanto individual como social, se halla en un estado de desequilibrio constante.

Apelamos en ese sentido, en primer lugar, al testimonio de toda persona que haya vivido bastante y visto pasar la vida a su alrededor. ¿Quién no ha percibido el abismo de contradicciones existente en lo que se llama el alma humana y la coexistencia en ella de lo mejor y de lo peor? Mientras escribimos estas líneas, el recuerdo de la guerra, que apenas acaba de terminar, nos trae a la memoria ejemplos de barbarie y de crueldad que sobrepasan a toda imaginación. ¿Qué literato suficientemente mórbido habría podido imaginar que en los campos de concentración, los cadáveres de niños, llevados en serie a los hornos crematorios, serían un motivo de pantomimas y de danzas burlescas para los que realizaban la operación de quemarlos? Es probable que esos quemadores de cadáveres, después de años de ejercer ese oficio, hubieran llegado a ser presa realmente de la locura, ¿pero de qué género de locura? 1

Por otra parte, ¿no es acaso verdad que la guerra inspira actos sublimes de coraje y de desinteresada abnegación? La guerra, período de vida intensa, destaca en primer plano las contradicciones de la naturaleza humana: conduce al individuo a los peores excesos del odio, así como a la más alta abnegación.

En cuanto a nosotros, no es sino en la contradicción humana donde hallamos la explicación fundamental de las contradicciones históricas. Creemos que sin tener en cuenta esta realidad, la historia aparece como cuento fantástico cuyo sentido no es posible percibir. Creemos que únicamente el antagonismo entre las tendencias que se disputan el determinismo del hombre, puede explicar la existencia de esas dos corrientes que atraviesan toda la historia, que podrían llamarse corrientes positiva y negativa, o constructiva y destructiva, pero que preferimos designar con los conceptos de corriente progresiva y corriente regresiva. Del mismo modo, sólo la coexistencia de estas corrientes explica que paralelamente al establecimiento de una

(1) El autor de eatas páginas recuerda au impresión del tiempo en <jus •atuvo internado por la Geatapo en el campo de Breendonek, en el que as sintió anonadado ante la brutalidad y la maldad aintómática, que nadie podría explicar sino como un desborde de los mfis bajos instinto!, naide a mas abselmte atusaría áe jaléis.

solidaridad cada vez más organizada y extendida, la humanidad no haya cesado de practicar la guerra con una pasión destructora que nada ha podido calmar hasta ahora.

Es verdad que para cada guerra hay una determinada explicación y aun varias explicaciones, poco más o menos tantas como intereses en juego. ¿Pero dónde hallar, por encima de los casos particulares, la explicación profunda y general, sino en la intimidad de la naturaleza humana? Ocurre que la guerra es, fundamentalmente, la manifestación de instintos primarios, rechazados por la civilización, pero conservados con mayor o menor intensidad, según el grado de primitivismo de los pueblos. Las formas que revisten esos instintos y la logomaquia que los acompaña no deben engañarnos; el gran arte de los conductores de pueblos consiste precisamente en ocultar los verdaderos caracteres de esos conflictos.

Subsisten aún en las selvas y en los desiertos tribus miserables de primitivos desprovistos de todo, a las que un esfuerzo mínimo haría escapar de la degeneración y pasar a estados de vida más elevados. ¡Sin embargo, prefieren marchar por el sendero de la guerra, perseguir a otros miserables y reunir triunfa lmente cráneos enemigos! Admitimos que nuestras modernas guerras de conquista son empresas mucho más vastas y complejas; ¿pero puede decirse que son fundamentalmente diferentes?

Es de hacer notar que la noción del pluralismo contradictorio e interno del hombre, lejos de ser nueva, constituye el fondo de la mayor parte de las filosofías religiosas. La ciencia y la sociología modernas rechazan enérgicamente estas preocupaciones, pero, no temamos afirmarlo, la reacción del espíritu científico contra el espíritu religioso fué sistemática y simplista hasta el punto de sobrepasar el objetivo que perseguía, y en vez de llevarnos a la objetividad cayó muy a menudo en un nuevo dogmatismo.

Se ha dicho contra las religiones lo que había que decir y jamás se condenará demasiado la hipocresía que consiste en bendecir la iniquidad so pretexto de una justicia de ultratumba. Pero hay algo más que no debemos despreciar: las religiones corresponden a una necesidad primordial del hombre, que precisamente lo caracteriza, la de comprender. Y si religiones son fábulas, éstas pueden tener por bases preocupaciones justas; dicho de otro modo, pueden ser explicaciones falsas de observaciones justas.

Es así que en todas las religiones que corresponden a cierto grade de cultura, se encuentra ese concepto del hombre sometido a fuerzas opuestas que se disputan su dominio; fuerzas del bien y del mal que lo llevarán finalmente a un paraíso o a un infierno. Esas religiones, bajo un simbolismo diverso, lo expresan con toda claridad: el hombre ha sido creado para alcanzar la perfección absoluta, pudien-do al mismo tiempo hundirse hasta los últimos grados de la abyección; en esa lucha, el ser humano es solicitado ya por los ángeles ya por los demonios, por los buenos y los malos genios; las contradicciones son tales, que los teólogos pueden, según las necesidades de su causa, considerar al hombre despreciable o admirable. Lo cual no impide qu£ esas filosofías se basen en un conocimiento real del hombre y que, por ser de fuente intuitiva, sus conceptos psicológicos resulten más perspicaces que los que surgen de la ceguera de los socialistas seudocientíficos, saturados de simplismo materialista.

Tocamos aquí toda la debilidad de la psicología clásica; en efecto, no se tiene bastante en cuenta que todas las nociones tradicionales sobre las que se funda, datan de una época en que no se conocía casi nada de la verdadera naturaleza del hombre y se hablaba de su conciencia, de su pensamiento, de su razón, como de entidades definidas de una vez para siempre, cuando el hombre es en realidad un ser esencialmente diverso y cambiante en todos los aspectos.

De estas consideraciones sobre la naturaleza y la historia del hombre se desprende una conclusión general: el hombre es esencialmente un animal que reacciona. Mientras que las demás especies animales se limitan a adaptarse al medio, el hombre lucha contra éste y lo transforma; a las fatalidades que lo rodean opone su inteligencia y su voluntad creadoras. Recuérdense esas especies de grandes monos de la época terciaria, físicamente tan mal armados, en medio de una naturaleza hostil y rodeados de enemigos. Sus descendientes son quienes atraviesan el Atlántico en 10 horas, hablan entre sí de un hemisferio a otro y han construido los templos griegos y las catedrales. Todo eso no fué adquirido solamente a través de un combate contra el medio, sino por las victorias del hombre sobre sí' mismo, por las reacciones victoriosas contra su propia inercia, sus debilidades, sus dudas y sus temores. La aventura humana es ente todo una lección de voluntad y de energía.

No quisiéramos dejar, ni por un instante, la impresión de incit-rrir, por nuestra parte, en la defensa de uno de los peores sistemas: el progresismo. Si la aventura humana es precisamente tal como la hemos expuesto, no cabe deducir que, de acuerdo con cierta lógica, el porvenir será infaliblemente la continuación del pasado y que nuestro destino está ya decidido. Conocemos demasiado la tendencia a sistematizar de nuestros contemporáneos para no precisar nuestras afirmaciones, aun a riesgo de repetirnos.

A partir de los antropoides, ciertos individuos llegaron a los estados de desarrollo físico y mental que conocemos, asi como a las organizaciones sociales correspondientes. Esto constituye, sin duda, un resumen de la historia de la humanidad, pero no se trata, en definitiva, más que de un hecho o, si se quiere, de un conjunto de hechos y no significa para nosotros ningún derecho profético. La única conclusión legítima que de ello podemos derivar es que la especie humana está dotada de una extraordinaria vitalidad y que las tendencias humanas han triunfado hasta hoy sobre sus tendencias salvajes.

Entendemos por tendencias humanas las que impulsan al hombre a desarrollar sus caracteres propiamente humanos, a saber: la inteligencia, la sociabilidad, el sentido de la solidaridad y de la moralidad.

Entendemos por tendencias salvajes las que empujan al hombro hacia sus instintos primitivos, el egoísmo, la brutalidad y la amoralidad.

Esperamos que estas breves precisiones evitarán los malentendidos que se basan en el sentido de ciertas palabras. Pensamos que no es necesario ser oscuros para parecer profundos, pero creemos también evitar ese riesgo si, al hablar del ser humano, nos referimos a lo que aquél encierra de humano y también de inhumano. 1

(1) En cuanto al "humano demasiado humano", de Nietcsehe, j oreemos fes no hay, por el momento, motivo» para ereer en una humanización excesiva dt loa hombres I

Por otra parte, es probable que si Nietzsche hubiese vivido medio siglo más, el espectáculo de las dos guerras lo habría tranquilizado respecto a la ■wpémvencia de las virtudes guerreras. Y si se nos objeta que él no lo entendía asi, diremos que cometió el error do no haberse expresado con mavor claridad.

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EL SOCIALISMO

Todo investigador que busca los orígenes del socialismo se ve obligado a remontarse constantemente en el tiempo, sintiendo la imposibilidad de señalar el momento en que el socialismo nació.

En realidad, el socialismo no es otra cosa que la cristalización doctrinaria de principios morales contenidos en la civilización occidental y cristiana; cristalización determinada por la evolución polí-tico-económica moderna. El cristianismo, no lo olvidemos, fué con respecto al mundo antiguo, una inmensa revolución; frente a civi-zaciones basadas en la esclavitud, proclamó la igualdad de todos los hombres. No fué, desde luego, más que la declaración de un principio; y si éste fué aplicado estrictamente en algunas comunidades cristianas primitivas, se convirtió pronto, para las iglesias, en una simple fórmula simbólica. Los sacerdotes bendijeron a los dueños de esclavos, así como bendijeron más tarde a los dueños de siervos y de asalariados.

Pero un principio puede eer renegado, escarnecido, violado, y no dejar por eso de seguir viviendo. Invencible, a pesar de miles de reticencias y del peso de los aparatos de opresión creados por la Iglesia y por el Estado, el principio de igualdad humana debía concretarse en reivindicaciones de igualdad positiva.

Limitémonos a fijar aquí algunos puntos de referencia de esa larga evolución.

Una vez establecida la servidumbre, bajo la égida del feudalismo, comienza la lucha que pone frente a frente, en contiendas legales o violentas, a los señores y vasallos por un lado y a los campesinos y trabajadores de las ciudades por la otra. Cuando el feudalismo es finalmente vencido y el poder se centraliza en manos de la realeza, surge el conflicto entre esta última y las primeras formas de organismos democráticos, 'apoyados por la presión popular: parlamentos, estados generales, corporaciones, etc. Bien pronto los conflictos se hicieron agudos. Ya en 1649, un rey de Inglaterra, vencido por el Parlamento, es ejecutado. En Francia reinaba Luis XIV, y si los historiadores coinciden en reconocer en él el apogeo de la realeza francesa, admiten, también, que la revolución francesa ya se había puesto en marcha. Cuando el monarca murió, Yoltaire y Rousseau vivían* Es necesario citar aún algunos otros grandes nombres. El inglés Tilomas Morus (1478-1535), el holandés Erasmo (1467-1536), el francés Rabelais (1495-1553). Todos pertenecen a esa línea de pensadores libres que continúan los enciclopedistas. Estos últimos, en fin, aparecen como precursores directos de la gran revolución que marca el comienzo de nuestra época y a la cual todo historiador del socialismo debe necesariamente referirse.

Del monumento histórico y jurídico de la revolución de 1789 es la "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano" y sus primeras palabras definen todo su sentido. "Todos los ciudadanos son iguales ante la ley". Se trata, pues, de una revolución política que no tocaba las bases económicas de la sociedad, especialmente el derecho de propiedad, al que, por el contrario, libertaba de los obstáculos que significaban los privilegios reales y nobiliarios. En realidad fué una estafa moral característica; la igualdad proclamada no era otra cosa, en el pensamiento de la burguesía "liberal", que una libertad política (bastante relativa) y la máscara de su dictadura económica.

Esta verdad desdibujada por un siglo y medio de demagogia liberal, progresista y aun socialista, apareció sin embargo con fuertes caracteres ante los republicanos sinceros de la época. Con estupor e indignación veían desembocar su ideal, después de Termidor, en la desvergonzada explotación del pueblo por parte de los antiguos y de los nuevos ricos. Llegaron así a comprender rápidamente que la verdadera realización de la democracia estaba en el socialismo (aun cuando no emplearon este término). Por lo demás, apenas se había estabilizado el nuevo régimen cuando surgió un hombre, una ideología y un movimiento que no9 suministran, a este respecto, precisiones concretas: Graco Babeuf y la conspiración de los iguales.

Babcuf representa un eslabón histórico de los más importantes, porque es, por una parte, la prolongación de la revolución francesa y, por otra, el fundador del primer movimiento auténticamente socialista. Habiendo permanecido al margen de las grandes convulsiones revolucionarias, Babcuf comprendió muy bien la amplitud de la contrarrevolución termidoriana y, al mismo tiempo, las debilidades del jacobinismo puramente político. Llegó a la conclusión de que la revolución había fracasado y que había que rehacerla a fin de establecer "la verdadera igualdad".

Se cree haberlo dicho todo acerca de Babeuf al clasificarlo entre los utopistas, y comprendemos que es desagradable para algunos comprobar que" 50 años antes de Marx la pseudo democracia capitalista había sido claramente denunciada y lo esencial del socialismo perfectamente formulado. Pues es muy difícil expresar con mayor claridad el concepto que encierran las siguientes palabras:

"¿Qué es esencialmente la revolución francesa? Una guerra decía-rada entre los patricios y los plebeyos, entre los ricos y los pobres

"La Revolución no está hecha. Habéis creado la libertad política, pero ¿habéis abolido acaso la servidumbre doméstica? 1 Habéis decretado la abolición de la nobleza, pero conserváis el estado respectivo de los pobres y de los ricos, de los amos y de los criados; prohibisteis a los unos el uso de sus armaduras, quitasteis a los otros sus libreas, pero esas supresiones no son sino simulacros; no llegáis a tocar la realidad."

"Está claro que todo lo que poseen aquellos que tienen más de lo que corresponde a su justa parte individual de los bienes de la sociedad, es un robo y una usurpación."

La importancia de esos textos no está tanto en otorgar a Babeuí un genio excepcional, sino más bien en indicar que si el socialismo está expresado en ellos, es porque ya estaba en los hechos.

Descubierta la conspiración de los iguales y guillotinado Babeuf, los acontecimientos siguieron su curso. Bajo formas diversas, el liberalismo 6c extendió intcrnacionalmentc y la burguesía capitalista continuó su carrera tras la ganancia, sin preocuparse mucho de las vicisitudes políticas del Estado a través de los Imperios, de los Reinos y de las Repúblicas. Nada podía sin embargo impedir la reaparición del socialismo. Surgió la pléyade de los que fueron llamados "utopistas", dando generalmente a este término un sentido peyorativo, profundamente injusto. Pues los utopistas habían deducido el socialismo de un análisis social muy profundo, y para hablar con ecuanimidad de su acción es necesario recordar lo que era la situación social en Europa a principios del siglo XIX y qué posibilidades ofrecía al socialismo. 2 En cuanto a los países atrasados del resto del mundo, es inútil hablar de ellos. Era inevitable entonces que los socialistas de esa época hubiesen tenido que buscar la realización de su ideal por medios limitados y en comunidades restringidas; de todos modos se trata de experiencias que merecen algo más que el desdén o la ignorancia.

Entretanto, los privilegiados aplicaban a conciencia lo fórmula "enriquecerse", la técnica industrial progresaba a pasos gigantescos, el maqumismo multiplicaba las posibilidades de producción y, como consecuencia lógica, el proletariado industrial se agrandaba.

Así se estableció una relación de fuerzas cuyos polos opuestos eran los capitalistas industriales y financieros y el proletariado obrero. Las formas de la lucha de clases moderna se precisaban; era necesario que el socialismo sacara de ello las enseñanzas correspondientes. Esa empresa fué la obra de un hombre cuyo nombre se destaca en primer término.

MARX Y EL MARXISMO

Para comprender toda la significación de la obra de Marx es necesario situarla en su época. Pues aun rindiendo justicia a los utopistas, no podemos ignorar sus debilidades; todos son idealistas que sueñan acerca de sociedades con instituciones perfectas. Proudhon mismo, a pesar de sus páginas de una genialidad profunda, no deja de consagrarse a la búsqueda de soluciones absolutas de derecho, justicia y libertad. Lo que distingue, en suma, el pensamiento de esos precursores de la sociología moderna, es el no sentirse dominados por el concepto de evolución.

Carlos Marx se halla, en ese sentido, a la vanguardia de su tiempo, y su pensamiento está marcado por el cuño de un espíritu nuevo, que los distingue netamente de sus predecesores. No nos engañemos sin embargo. Marx es socialista exactamente por las mismas razones que todos los demás; dicho de otro modo, si ha llegado a ser socialista no fué porque era "marxista", sino que se ha convertido en marxista precisamente porque era socialista. No queremos citar otra prueba que el hecho de que tenía treinta años cuando publicó en el "Manifiesto Comunista" su profesión de fe categórica, mientras que fué mucho más tarde cuando aparecieron las tesis que constituyen el sistema marxista propiamente dicho.

Si fuera necesario resumir ese sistema en una frase, diríamos: el

marxismo es una tentativa de demostración científica del socialismo♦ Tentativa que debía fracasar y que hemos de decir extensamente por qué. Pero admitamos ante todo que, al no haber expuesto 6U sistema de modo metódico y habiéndolo dispersado a través de su obra enorme, hemos tenido que realizar una especie de síntesis del mismo, partiendo de sus bases para llegar a sus conclusiones.

EL MA TERIALISMO MA RXISTA J

La base filosófica del marxismo es el materialismo. El posible que esta definición satisfaga a algunos, pero creemos que ese término requiere, más que cualquier otro, que se precise el sentido del mismo. A decir verdad, cuando esa expresión se puso de moda, era suficientemente clara para definir una ideología. Se era materialista en oposición al deísmo y a los espiritualismos que admitían la existencia de fuerzas independientes de la materia; comprendida de ese modo, aceptaríamos gustosos la etiqueta "materialista" por nuestra cuenta. Pero afirmemos en seguida que esa expresión está lejos de ser una respuesta definitiva a los problemas que plantea la vida.

Recordamos las primeras palabras de una declaración de principios de un círculo de estudios materialista marxista: "La materia es todo. Todo cuanto existe constituye sus manifestaciones". Lo cual nos trae indefectiblemente la definición de Dios que nos dió una vea un teósofo: "Dios es el todo en el todo". Sentimos la tentaciótn-de reunir a ambos adversarios y prescindir igualmente de sus explioa-ciones, teniendo en cuenta que ni el uno ni el otro logran alumbrar nuestra linterna, ya que el absoluto "materia" no es más explícito que el absoluto "Dios". Por lo demás, no habremos de incursionar arbitrariamente en el dominio de la verdadera ciencia, cuya tarea consiste en escrutar e investigar la materia, definir su esencia y conocer sus propiedades; lo cual, dicho sea de paso, no parece ser oosa tan simple como lo suponían los creyentes materialistas de un tiempo ya superado. Notemos también que el mundo aparece cada ves más como energía que como materia y, en fin, que antes de convertíala en la base de nuestro credo, quisiéramos saber en qué consiste precisamente la materia. Pero esos problemas, probablemente eternos, no nos entretendrán más; solamente los hemos señalado pv^JUnr a su justo valor una ^onccpción de la cual los marxistas lian querido haccr una plataforma ideológica inexpugnable. Cuando un apóstol de ese materialismo nos haya afirmado que la materia es todo, sólo le quedará por explicarnos la vida bajo todas sus formas y manifestaciones, y bien podremos responderle con cfita frase, tomada de Shakespeare: "Hay más cosas en el mundo de las que caben en vuestra filosofía", agregando: sobre todo en una filosofía tan primaria. Es por eso que, si necesitásemos una etiqueta, nos opondríamos a los absurdos espiritualistas y al simplismo materialista, adoptando una actitud de independencia objetiva que llamaremos realismo.

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EL DETERMINISMO ECONOMICO

Habiéndose empeñado en la búsqueda del determinismo histórica con una apariencia de objetividad, Marx llega pronto donde quiere llegar: al determinismo económico.

Una vez más, tengamos en cuenta la época y recordemos que muchos sociólogos del siglo XIX acariciaban la esperanza de fundar una ciencia histórica que tuviera el valor de una ciencia exacta, pues emplearía sus métodos y leyes características. Si bien esta ambición es respetable, por cuanto reaccionaba contra la falta de objetividad de los historiadores literatos, no es por ello menos excesiva y vana. Si nos atenemos al sentido exacto de los términos, es indiscutible que no puede haber leyes históricas, por la sencilla razón de que un fenómeno histórico no puede reproducirse en condiciones idénticas, no pudiendo por tanto ser verificado, ni tener el menor carácter científico. Pero aun cuando se aceptara la palabra "ley" en un sentido más amplio, la época de las leyes históricas, si alguna vez ha de existir, no ha llegado aún. Es posible que dentro de veinte mil años, siempre que la crónica de los acontecimientos sea llevada escrupulosamente, puedan obtenerse algunos estudios comparativos, algunas conclusiones generales y aun entonces sólo tendrán un valor muy relativo. Debemos recordar también que "prehistoria" no es más que un eufemismo que empleamos para designar la historia desconocida y que en realidad apenas conocemos la centésima parte de la historia do la humanidad.

No es, sin embargo, en esa ignorancia, en ese abuso de palabras y en la falsa seguridad donde reside principalmente el error, sino en lo arbitrario y sofístico a que el marxismo somete al determinismo social.

Al afirmar que los hombres no pueden ser determinados más que por las condiciones materiales y económicas de su medio, los marxistas consideran como factor despreciable a uno de los dos términos del problema; pues si bien es necesario admitir que el medio es un factor determinante, con mayor razón hay que aceptar que el hombre, elemento pensante, actuante y creador, lo es asimismo. De tal modo, que, en definitiva, todo depende de la reacción del hombre en su medio y contra su medio. Ahora bien; el hombre es un ser personal, no es inmutable ni idéntico en el tiempo y en el espacio, no existe de manera abstracta; existe el hombre de Neanderthal y el hombre del siglo XX. Existe el chino del siglo VI y el toscano del Renacimiento, el árabe del siglo X y el canadiense del siglo XVIII, el papú y el holandés, etc. Y todas esas categorías son otros tantos complejos de contradicciones.

Por lo tanto, en la propia base del determinismo marxista encontramos un error de óptica intelectual que desde un principio falsea todas sus observaciones.

Habiendo sostenido que el elemento histórico determinante era la situación económica, el marxismo declara que ésta es determinada a su vez por las formas de producción. Por nuestra parte no tememos ser acusados de ergotistas si preguntamos qué es lo que determina la producción, aplicando el mismo principio determinista. Los marxistas consideran tal cuestión un poco a la manera del creyente que después de haber expuesto su sistema deísta, oye preguntar: "¿Quién ha hecho a Dios y qué lo determina?" Para el marxista, la forma de producción es un postulado por encima del cual no se plantea ninguna otra cuestión; pero la crítica toma libremente el derecho de ir más allá, realizando una inversión dialéctica y descubre que no es la forma de producción lo que determina a los hombres, sino que los hombres determinan la forma de producción. Pues es verdad indiscutible que los hombres preexisten respecto a la producción y que ésta es el resultado de su actividad creadora.

Los marxistas pretenden, sin embargo, encontrar en la historia la demostración de tu» creencias y, analizando uno y otro momento de la evolución histórica, encuentran infaliblemente la causa primera en los hechos económicos, En realidad, ellos emplean el procedimiento que suelen usar, conscientemente o no, todos los creyentes, confundiendo simplemente condición y causa. La ley de evolución es general y la vida social está en perpetua transformación en todos sus aspectos. Habiendo estrechas relaciones entre la evolución general y la vida social, es evidente que un fenómeno social, cualquiera que sea, se halla más o menos en relación con las condiciones económicas, y que si esas relaciones fueran de índole diferente, el fenómeno sería distinto. La causalidad social es infinitamente compleja y múltiple; dentro de esa multiplicidad, los adeptos de ím sistema pueden encontrar siempre la causa que les conviene y pretender que sea la única; pero confesemos que no se podrá hallar un sofisma más característico.

Si tomamos como ejemplo la trágica aventura del nacionalismo alemán que acaba de tener término, y preguntamos quién la determinó, un nazi fanático y limitado responderá: ¡Hitlcr! Un cristiano dirá: los avances del ateísmo. Unos acusarán a la casta militar prusiana; éstos al tratamiento impuesto a Alemania por el Tratado de Versalles; aquéllos a la amenaza de una revolución bolchevique. Algunos endosarán las principales responsabilidades a los capitalistas alemanes, o al capitalismo internacional, o bien a las reacciones de las clases medias sacadas de su centro, o bien al proletariado decepcionado y desamparado. Es posible aun considerar todos esos elementos y muchos otros, en relación con los hechos económicos, como también es posible subordinarlos a los caracteres generales de la mentalidad alemana... En realidad, todos esos elementos son inseparables del fenómeno nazi; si uno u otro de ellos faltara, el cuadro general habría cambiado. Y sin embargo sería falso pretender que uno de esos elementos habría bastado, por ti sólo, para determinar al nazismo.

Todo esto es tan claro, que, para excusar nuestra insistencia a ese respecto, debemos ciertamente señalar que, desde hace cerca de cien años, el marxismo nos presenta su determinismo económico como algo "científico" y que muchos socialistas lo tienen todavía como artículo de fe, sin que los desmentidos históricos más crudos e implacables parezcan afectarlos. Es así que, según ellos, una agravación de la situación económica de lo» trabajadores debe traducirse fatalmente en lo que llaman "una radicalización de lai masa*" J un impulso revolucionario, que, naturalmente, sólo puede llevar al socialismo. Sin embargo, los fracasos del socialismo llegaron a ha* cer triunfar al fascismo en la mitad de Europa y el proletariado participó, en primera fila, en dos guerras mundiales. Pero los marxistas no conciben que los hombres pueden reaccionar frente a sus miserias de mil y una formas distintas; y por esto, no comprendieron nada del fascismo ni de las guerras. Tales fenómenos sólo son para ellos contratiempos o fallas aparentes que no pueden afectar su serenidad científica. Entretanto, la vida continúa mofándose del cuadro dentro del cual los espíritus sistemáticos creen poder encerrarla.

LA DIALECTICA MARXISTA < # #

Si el determinismo económico nos enseña que la "estructura" económica es la base de la "superestructura" social y que, por con* siguiente, todo cambio resulta de una modificación de esta base, no explica, sin embargo, por qué esas modificaciones son constantes, y es aquí donde interviene la dialéctica marxista neohegeliana, a la que se puede llamar la teoría de la contradicción permanente.*

Esta dialéctica considera, en efecto, que un estado de cosas, por el solo hecho de su existencia, suscita su propia contradicción; que de esa lucha surge una nueva realidad que suscita nuevamente au negación y así sucesivamente. Volviendo a la terminología hegeliana, el marxismo define este proceso por los conceptos de tesis, antitesis y síntesis; esta última se convierte a su vez en tesis, etc.

Henos así caídos en plena metafísica, pues aun cuando el marxismo considere el epíteto de metafísica como el peor insulto, ¿cómo hemos de definir un orden de ideas tan abstracto y una esque-matización tan extrema de las realidades? Esa dialéctica es tan abstracta, que resulta'difícilmente asimilable para cualquiera que

se proponga, precisamente, permanecer sobre el plano de lo real y concreto. Lo menos que se puede decir, sin embargo, es que todo eso está por ser probado; hay que probar que una situación social dada puede identificarse totalmente con una tesis; que una tesis crea una antítesis y que no puede tener varias; que los conflictos tesÍ6-antítesis se resuelven necesariamente en una síntesis; ¡queda por probar, en fin, que semejante dialéctica es científica!

Por lo demás, esta dialéctica apoyada sobre el determinismo económico no resiste una confrontación seria y general con la historia. Jamás explicará el marximo, por ejemplo, los vastos flujos y reflujos del mundo antiguo (salvo, por supuesto, que se haga ciencia histórica para uso de reuniones electorales). Es indudable que ese constante vaivén de civilizaciones y de imperios, ese entrelazamiento destructor y creador involucra sus aspectos económicos, pero el hecho es que la antigüedad no conoció ningún cambio de las formas de producción lo bastante importante para explicar C908 formidables trastornos históricos.3

y

En realidad, el éxito de la dialéctica marxista se debe, en gran parte, al hecho de que suministra una explicación de los orígenes de la evolución del capitalismo industrial, lo que satisface plenamente a los espíritus ávidos de fórmulas.

La evolución político-económica del antiguo régimen había favorecido el desarrollo de una burguesía poseedora, instruida y ambiciosa, cuyos intereses de todo género se oponían a los privilegios de la aristocracia. Ese Tercer Estado fué el principal artesano de la revolución liberal. Al convertirse en clase capitalista e industrial, dicha burguesía suscitó a su vez la formación del proletariado industrial y la lucha de clases que fué su consecuencia.

No es pequeño el mérito de Marx, como lo hemos señalado, por haber puesto de relieve esos hechos, pero de ahí a pretender poseer la ley de la evolución del mundo, es por lo menos una generalización apresurada y un método científico dudoso. Y aun cuando diversas experiencias históricas se prestaran a las explicaciones de la dialéctica marxista, ello no demostraría su valor definitivo. La experiencia humana que se desarrolla sobre nuestro planeta es única; toda tentativa encaminada a fijar formalmente su derrotero no es más que la manifestación de la necesidad infantil de conocer el destino. Los que quieren poseer la clave de la historia están movidos por la misma necesidad que conduce a las porteras a consultar a las echadoras de cartas.

LA LUCHA DE CLASES

Incluso los menos prevenidos contra el marxismo comprenden cada vez más que su teoría de la lucha de clases tiene necesidad de ser rectificada, y es en verdad sorprendente ver que los adeptos se niegan a abandonar lo má9 mínimo de una doctrina según la cual todo el drama social consiste en el antagonismo de dos clases. Sin embargo, sería conocer mal a los marxistas esperar que pongan de acuerdo en ese punto sus teorías con los hechos más evidentes; su doctrina es un encadenamiento lógico que tiene por objeto de^ mostrar que la historia no es más que la historia de la lucha de clases, es decir, la lucha entre dos clases; el conflicto tesis-antítesis no deja lugar para otros factores determinantes.

A decir verdad, cuando Marx emitió csta9 afirmaciones, las condiciones del problema eran tales que su error resulta explicable. Marx asistió a la primera fase de desarrollo del capitalismo; vio constituirse, por un lado, poderosas casta* de propietarios de empresas y, por otro lado, el miserable proletariado de las fábricas. Y mientras ese proletariado se agrandaba con la incorporación de gentes rurales y artcsanas, se operaba la concentración capitalista de las grandes compañías. Se comprende, pues, que con su espíritu sistemático, Marx haya visto una época de capitalismo "ideal", en que un nuevo feudalismo, dueño de todo, enfrentaría a una masa de proletarios que "no tienen que perder nada más que sus cadenas**. Pero resultó, una vez más, que las cosas no eran tan simples. ..

En primer lagar, al desarrollarse el capitalismo, lejos de reducir •u propia clase, la ensanchó considerablemente; si e3 verdad que por medio de los bancos y los trats el capital centralizó la dirección, por medio de las acciones, obligaciones, sociedades anónimas, etc., amplió la posesión. En segundo lugar, la industria y la finanza se vieron obligadas a atraerse una cantidad de colaboradores y de técnicos dirigentes que participan ampliamente de las ganancias y son solidarios con el capitalismo.

El desarrollo del capitalismo no ha significado la desaparición de las clases medias. Está lejos de haber suprimido a los artesanos, los productores independientes, los pequeños comerciantes, etc. Por otra parte, se han multiplicado ciertas actividades que no sufren la regla de la concentración de la gran industria, tales, por ejemplo, como las actividades artísticas, la9 producciones y comercios llamados de lujo, el turismo, los espectáculos, etc.4 Consideramos también que la extensión de los servicios públicos ha multiplicado el número de funcionarios y que muchos de ellos no pueden, ciertamente, ubicarse entre el proletariado, tal como lo entiende el marxismo. Hay, en fin, una clase que no entra en las categorías marxistas: los campesinos. En Francia, por ejemplo, el campesinado constituye aproximadamente la mitad de la población, y hay regiones en Europa donde los campesinos constituyen las tres cuartas partes de la población; si bien es necesario hacer aquí algunas distinciones, no es menos cierto que la gente del campo ha escapado al proceso de concentración y proletarización que el marxismo preveía para el conjunto de la sociedad.

Si hemos examinado la situación de clase creada por el capitalismo, es porque hemos querido seguir al marxismo en su terreno, y si es preciso admitir la conclusión de que Marx se ha equivocado en sus previsiones y más aún en la sistematización de las mismas, no es, sin embargo, allí donde reside el error fundamental de la teoría de la lucha de clases. El error más grave consiste en no reconocer otro móvil humana que el interés estrictamente eoonomico; aun mi-

cediendo al mismo toda su importancia, es aún el factor humano, em último análisis, el que le da valor. Importa poco considerar ese interés económico en sí; lo que cuenta es más bien la idea que el hombre se forma al respecto, la conciencia que tiene de tal interés. No hay, finalmente, un observador objetivo que niegue todavía la realidad y la potencia de movimientos sociales de base sentimental, afectiva o simplemente instintiva, ni la existencia de "masas flotantes", cuya ideología consiste precisamente en no tenerla, y que pueden subyugar a los que se adaptan a las circunstancias y a la psicología de las masas.

Es así que las conclusiones prácticas del marxismo, en vista a las cuales fué levantado todo su andamiaje teórico, se revelan como totalmente insuficientes y contrarias a los hechos. Cuando hace cerca de cien años fué proclamada la teoría de la lucha de clases, ella dió al socialismo un asidero en la realidad histórica; pero, el erigir esa teoría en verdad absoluta, el marxismo paralizó el pensamiento y la acción socialistas. A causa de esto, nada podrá hacerse mientras el socialismo permanezca apartado de todo esfuerzo creador por la sumisión al dogmatismo marxista. Creemos, además, que toda tentativa de reformar el marxismo será vana; la gran debilidad de los sistemas dogmáticos es la de ser monumentos de los que no se puede quitar una sola piedra sin que se derrumben por entero. Su destino es convertirse en algo semejante a los templos antiguos que se admiran y que se estudian como testimonios de una época, pero en los que ya no hay vida alguna.

Es necesario reconocer, sin embargo, para terminar esta crítica del marxismo, que cierto número de socialistas, aun diciéndose marxistas, han dejado de admitir el marxismo en todo su rigor. Sólo retienen su dialéctica como método de investigación hipotética, comprendiendo así el término "dialéctica" en su significación simple y primitiva de manera de razonar. Si es verdad que este método puede favorecer ciertas aproximaciones, proyectar luz sobre puntos históricos oscuros y, en ciertos casos, permite hacer conjeturas con mayor precisión, no deja de ser extremadamente peligroso. Partiendo de un a priori, aunque sea hipotético, nos sentimos llevados muy fácilmente a descuidar ciertos factores. Nuestro juicio encuentra ya do-masiadas dificultades para mantener la objetividad, sin las tinieblas de un sistema dialéctico, sea cual fuere.

REACCIONES Y REALIZACIONES SOCIALISTAS

Habiendo desembocado el marxismo en una especie de fatalismo histórico desprovisto de significación creadora, era inevitable que esta desviación provocara, en el propio seno del movimiento socialista, ciertas reacciones que, si bien no llegaron a remontar la corriente, no dejan de ser particularmente interesantes.

La primera de esas reacciones fué lo que podemos llamar la protesta anarquista. El conflicto se inició ya en la Primera Internacional, a propósito del tema del poder político, es decir, del Estado, y al cabo de algunos años provocó la escisión completa de las dos tendencias: la autoritaria y la libertaria.5 Los libertarios, contrariamente a ios marxistas, afirmaban la incompatibilidad absoluta entre el socialismo y el estatismo y sólo tenían en cuenta al poder político para destruirlo y para construir sobre sus ruinas un socialismo federalista dotado de cuadros y de estructura propios.

En realidad, por encima de estas discusiones de técnica político-revolucionaria a largo plazo, se oponían fundamentalmente dos mentalidades y dos concepciones diferentes del problema humano y social. Si fuera preciso, para ser breves y un tanto simplistas, identificar ambas tendencias con dos tipos de pensamiento, diríamos que los anarquistas continúan el idealismo de los humanistas de todas las épocas, mientras que los marxistas empalman con los materialistas amorales y autoritarios modernos. La evolución de cada uno de estos grupos justifica ciertamente estas comparaciones. Mientras los marxistas evolucionaron rápidamente hacia el dogmatismo escolástico, muchos anarquistas no tardaron en desarrollar sus particularismos hasta el punto de fraccionarse en tendencias y subtendcncias sin cohesión y sin medios de acción eficaces. A causa de esto, resulta casi imposible exponer respecto al movimiento anarquista un juicio de conjunto.

Pero a través de esta cónfusión, el anarquismo contiene un valor y un mérito que sus manifestaciones más singulares no pueden disminuir. Ante todo, pone el acento sobre la realidad y los derecho» del individuo; afirma incansablemente que todo el problema del socialismo está en la organización de la libertad y que fuera de esa vía el socialismo no es más que ilusión o un despotismo peor que cualquier otro. Y si bien políticamente el movimiento anarquista parece ser estéril, nos trasmite verdades que tenemos aún necesidad de comprender.

Existe, sin embargo, un movimiento de carácter anarquista que merece un examen particular: es el sindicalismo independiente y revolucionario.

Fué en Francia, en la Confederación General del Trabajo anterior a 1914, donde este movimiento adquirió sus más notables características. Manifestándose más como corriente de acción que como ideología, la C. G. T. proclamaba que el sindicalismo se bastaba amismo y que era capaz de construir el socialismo fuera de la ingerencia de los partidos y de la intervención del Estado. Era esa, en definitiva, una ideología y una política; el hccho de estar en oposición con todas las demás, no impedía que el sindicalismo fuera un movimiento de personas de cierta ideología. Pero como sus sindicatos pretendían, por otra parte, agrupar a todos los trabajadorea sobre la base de sus intereses económicos, se basaban en una contradicción que no podía tardar en manifestarse.

La guerra de 1914-1918, la revolución rusa, las crisis de posguerra, plantearon problemas tan imperiosos que jamás se produjeron discusiones políticas tan ásperas como las que tuvieron lugar en el seno de la C. G. T. Ellas terminaron con una escisión y la fundación de una segunda C. G. T. comunista, luego de una tercera anarcosindicalista, y, en fin, con la creación de varios grupos, cada uno de los cuales quería rehacer la unidad a su modo. Una vez más quedó do-mostrado que el socialismo debe ser una concepción general del problema social o su deficiencia se manifiesta tarde o temprano. 1

Estas consideraciones sobre el sindicalismo nos obligan a ocuparnos de una personalidad que se suele clasificar entre los sindicalistas, pero cuyas teorías ofrecen una indiscutible originalidad: nos referimos a Sorel y al "sorelismo".

Sorel no se distingue por concepciones particulares acerca de las bases y de los fines del socialismo y acepta del marxismo su dialéctica y su teoría de la lucha de clases. Sin embargo, dotado de una vasta cultura y animado de un espíritu crítico e independiente, no se alineó tras los epígonos y vulgariza dores comunes del marxismo. Por eso no dejó de sentirse impresionado por la absoluta falta de valor de esa doctrina como dinámica social; pues aun cuando todo el marxismo fuera verdad, quedaría aún por saber cómo llegará a la madurez la conciencia de clase proletaria y cómo adquirirá su impulso revolucionario. En otros términos, Sorel siente perfectamente la indigencia del marxismo en el terreno humano y esto lo lleva a construir sus teorías del mito y de la violencia.

Saliendo a su vez a la búsqueda de leyes históricas, Sorel descubre que la violencia es el fundamento de toda renovación. Y concluye que el proletariado sólo triunfará si adquiere el gusto, el respeto y la práctica de la violencia.6 El problema consiste, pues, en arrastrar al proletariado a la violencia de manera simple y eficaz; para tal fin se impone la creación del mito revolucionario proletario. El mito que Sorel propone, y al que presenta finalmente como una panacea infalible, es la huelga general. Por esto se adhiere con entusiasmo al sindicalismo insurreccional.

Así quedaba aparentemente salvada la grave laguna del marxismo y la conciencia de clase proletaria adquiría vida y fuerza. Desgraciadamente, el mito de la huelga general no tardó en disiparse y para la mayoría de los trabajadores quedó reducido simplemente a la cesación del trabajo. En cuanto a pasar a la acción revolucionaria socialista y creadora, es algo muy distinto; ello implica un estado de conciencia y una voluntad precisa, que un mito es totalmente incapaz de crear. Por el contrario, el artificio de los mitos se revela muy eficaz cuando se propone algo muy distinto que la construcción del socialismo, lo que se comprobó claramente cuando los fascistas de todos los géneros comenzaron a usarlo con virtuosismo.

No; la marcha hacia el socialismo mediante la explotación de mitos es absolutamente imposible; por la simple razón de que un mito es la exaltación de la inconsciencia y del complejo de sumisión, mientras que el socialismo es, ante todo, adquisición de conciencia y voluntad de liberación.

Sorel no llegó jamás a superar esas contradicciones; se debatió contra el marxismo, pero permaneció siempre impregnado de bu dogmatismo, y más particularmente en lo que concierne al mesianismo proletario. Los correctivos que propuso Sorel a ese respecto, si en verdad rompen con ciertos puntos de vista limitados, no dejan de ser ilusorios y un tanto pueriles. A pesar de la oscuridad y la elegancia del termino, su teoría del mito es un procedimiento demagógico sin valor para la construcción del socialismo.

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Las tentativas que acabamos de evocar, y muchas otras, no impidieron que el movimiento socialista se deslizara hacia el pragmatismo y un oportunismo sin grandeza y sin fuerza. Nadie puede negar las necesidades que imponen las contingencias y que los caminos j métodos de un ideal se apartan a veccs sensiblemente de la pureza de los principios, pero es esencial, sin embargo, que éstos permanezcan vivientes en las conciencias y no dejen de inspirar la acción. Desgraciadamente, el gran principio que eclipsó a todos los demás fué éste: "el fin justifica los medios1', lo que constituye un error mortal; en materia de socialismo, los medios determinan el fin yt más aún, siendo el socialismo un eterno devenir, sus medios son su fin.

El socialismo hizo una política llamada "realista" de la peor especie: desde la demagogia electoral más vulgar hasta los compromisos gubernamentales más bajos. Querer enumerar las grandes "hazañas" de ese realismo, cuyos campeones se creyeron siempre dotados de una suprema habilidad, sería abrir un capítulo demasiado largo y demasiado triste. Pero están ahí los balances de esa acción* con 6U cruel evidencia. Sobre las ruinas de las furias fascistas y de la segunda guerra mundial y frente a la tragedia de la hora actual, ¿no es lógico preguntarnos si el socialismo no hubiera obtenido resultados más valiosos evitando las apostasías tantas veces consentidas? Aun cuando no hubiera ganado nada más tangible, por lo menos hubiera conservado su fe, su honor y su prestigio. Tanto peor para aquellos que no comprenden este lenguaje.

A pesar de todo, se dirá, hubo por cierto, al lado y contra eses oportunismos, movimientos socialistas revolucionarios, cuyas pretextas fueron bastante vehementes...

No ignoramos tales conflictos ni la pasión que algunos pusieron en ellos, pero creemos que las divergencias sólo encararon lo secundario. Porque importa menos saber 6Í el advenimiento del socialismo será acompañado de violencia, que hacer del socialismo una fuerza revolucionaria en sí. Sorel mismo no deseaba la violencia para el proletariado, sino porque ella sería señal de conciencia y vitalidad. Pero la divergencia de los socialistas en cuanto a saber si había que tomar o no las armas, descuidaba esta necesidad esencial: la de armar mus ideas.

LA EXPIACION FASCISTA

No es de hoy ciertamente que, ante la descomposición del socialismo, resuenen gritos de alarma. Podría reunirse una vasta antología con las protestas emanadas de hombres cuyo valor moral e intelectual es indiscutible. Ninguno de ellos se atrevió, sin embargo, a prever lo que los hombres de nuestro tiempo han visto y vivido.

Era, no obstante, normal que después de haber practicado tan extremado oportunismo, de haber perdido su sentido internacionalista, de haber olvidado su carácter libertario y de haber hecho, en fin, de la facultad de adaptación el gran arte del socialismo, era normal, decimos, que surgiesen formas de socialismo animadas de una necesidad de adaptación feroz y sin escrúpulos. Se puede discutir hasta el infinito sobre los orígenes y los fines del fascismo y subrayar que sus primeras manifestaciones fueron las persecuciones contra los socialistas; esto no impide la existencia de un parentesco y que el fascismo sea, en gran parte, la progenitura de un socialismo degenerado.

Los partidos democráticos y socialistas disimulaban cuidadosamente su arrivismo bajo una fraseología apropiada, y si bien imprimían a sus principios las más crueles contorsiones, no dejaban de rendirles, sin embargo, esos homenajes que el vicio hace a la virtud. El fascismo, por su parte, rompió brutalmente con esas tradiciones y declaró abiertamente que quería el poder, todo el poder y por todos loa medios; bajo su aparente originalidad, significó la explotación cínica y desenfrenada de lo que es más viejo an al mundo y más primitivo en al hombro.

Que esto se haya realizado con la aynda de elementos tomadoi

en gran escala del socialismo no debe causar sorpresa; en definitiva, el fascismo no es otra cosa que el socialismo desprovisto de moral.

Se ha destacado empeñosamente el hecho de que el fascismo te apoyó, principalmente en sus comienzos, sobre capas sociales burguesas y pequeño burguesas, queriendo encontrar allí la prueba de su carácter antiproletario y antisocialista. Pero se trata de una euea-tión de contingencias y no de principios, pues el fascismo no posee otra regla que la del éxito y para su ascenso al poder cualquier escala le parece buena. El fascismo sabe también ser oportunista y, según las necesidades de su causa, ataca, protege o explota no importa qué y no importa a quién, se presenta aquí como defensor del trono y del altar, allá como ateo y republicano, aquí como conservador, allí comp revolucionario. A través de esos ejercicios de equilibrio, el objetivo esencial no cambia, sin embargo: es el aplastamiento de todo interés particular que se oponga al absolutismo del Estado. En cuanto a la calidad socialista que tales regímenes reivindican, ea perfectamente posible admitirla, desde el momento en que se considera que el socialismo reina desde hace tiempo en los cuarteles y en las cárceles.

Que los regímenes totalitarios ofrezcan elementos de grandeza, no significa ninguna variante en su naturaleza y en su destino. ¡El primitivo, poseído del delirio de asesinato y de suicidio, tampoco carece de grandeza, y no hay nada paradójico en eomparar a los grandes dictadores de los tiempos modernos con auténticos nihilistas! Pues la profunda tragedia de los fascismos, su mal orgánico a incurable, consiste en que son místicas que nada pueden calmar ni apaciguar; son el pragmatismo encarnado y tienen la guerra como base, como medio y como fin.

Que semejante destino no sea en modo alguno el que había prometido el socialismo, está fuera de duda. Pero no es menos cierto que sólo se pueden condenar los fascismos partiendo de los valores morales del socialismo. Por eso es importante estar prevenido contra todo equivoco y contra toda nueva forma que pueda revestir ese peligro. El carácter fascista de un ideología, de una política o de un Estado se reconoce infaliblemente en su desprecio y en su odio hacia oí hombre como individualidad. Esto equivale a decir también que «1 peligro puedo surgir a la dereaha tasto ooaao a la izquierda o» wmfer

— » —

aún, que el fascismo se sitúa por encima de esta clasificación anticuada.

¿Qué hacer frente a esc peligro? ¿Cómo inmunizar a los hombres contra las seducciones autoritarias y las soluciones de fuerza, que son, en realidad, soluciones de cobardía? ¿Cómo convencerles de que no deben abdicar? Considerando esas amenazas, liemos escrutado al hombre en lo que constituye su peor debilidad: el complejo de sumisión*

EL COMPLEJO DE SUMISION

En toda la lejanía del tiempo que el conocimiento de la prehistoria nos permite remontarnos, los balbuceos intelectuales del animal humano nos revelan su sumisión a fuerzas misteriosas. Los primeros gráficos que traza su mano tienen un carácter mágico, y si estas manifestaciones no implican aún la noción de lo divino, revelan ya la noción de lo sagrado.

Resulta, pues, que el agnosticismo repugna a la naturaleza del primitivo y que todas sus explicaciones de fenómenos cuyas causas ignora desembocan en místicas de carácter supersticioso. Es éste un hecho que reclama nuestra atención y más aún que este misticismo haya sobrevivido al conocimiento y aun a la ciencia moderna.

La formación de ese complejo de sumisión parece muy natural. Desde que el hombre surge de las tinieblas de la animalidad y contempla al mundo con otros ojos, nacen en él la inquietud y la duda. A los instintos, a los reflejos, a los hábitos del animal han venido a agregarse los caracteres fundamentales de la inteligencia humana y la noción de causalidad. Pero la inferioridad intelectual del primitivo, como también la pobreza de sus conocimientos, no le permiten una comprensión objetiva del mundo y de la vida, fenómenos que lo sobrepasan; su sentimiento dominante es el miedo, seguido, naturalmente, de prácticas rituales protectoras y propiciatorias.

Mediante el desarrollo social, ese complejo de sumisión, lejos de disiparse, se organiza y se concreta en las religiones. Según el nivel intelectual que hayan alcanzado, las religiones suministran explicaciones más, o menos coherentes acerca del mundo y del hombre y hacen aparecer a un nuevo personaje: el sacerdote, intermediario entre el hombre y lo divino. Así, las religiones no son invenciones de los sacerdotes, sino que han nacido de la religiosidad de los hombres, la cual, a su vez, es fruto del complejo de sumisión. Pero es indudable que el papel de las iglesias y de los sacerdotes consistió en mantener y desarrollar la religiosidad, y de este modo las religiones son, a la vez, efecto y causa de la religiosidad.

Paralelamente a la evolución de la religiosidad, el complejo de sumisión se manifestó de modo más positivo en el plano social a través de la mística del jefe (aun cuando el complejo de sumisión sea único en esencia y que a menudo resulte difícil distinguir entre sumisión a lo divino y la sumisión al jefe). Es de presumir que en sus orígenes el poder civil y religioso 6e confundía generalmente en la misma persona de los magos y brujos. Pero si estamos restringidos a ese respecto a simples conjeturas, desde que entramos en el período histórico esa identidad aparece muy a menudo de modo formal. Los faraones eran dioses en el sentido integral del termino y realizaban así una divinización de la autoridad política. Una situación análoga prevaleció hasta época reciente en el Japón. Los zares de Rusia, más modestos, se conformaban con ser al mismo tiempo los papas de sn Iglesia, y los reyes de Francia eran "sagrados" 7 La mayor parte de los sociólogos han incurrido en el error de no reconocer que el Estado, independientemente de su función política, era una entidad mística, y es probable que un poco más de discernimiento de sn parte nos habría puesto en guardia contra las terribles corrientes estatistas totalitarias que hemos conocido.

Así como las religiones no fueron simples invenciones de los sacerdotes, el Estado no fué inventado por los príncipes; correspondió primitivamente a la necesidad de organizar la vida social. Pero también allí intervino el complejo de sumisión y aun cuando los puestos dirigentes hayan recaído al principio en los más calificados, su poder adquirió rápidamente un carácter venerable y sagrado.

Los jefes civiles se comportaron de igual modo que los jefes religiosos y emplearon todas sus fuerzas en el empeño de extender y consolidar sus privilegios, comenzando por hacerlos hereditarios. El perfeccionamiento y la ampliación de las sociedades los vieron sucesivamente como jefes de clanes y de tribus, señores, reyes, emperadores y dioses y, sobre todo, como fervorosos cultores de la mística estatista.

Hemos denunciado aquí el complejo de sumisión solamente bajo sus formas religiosa y política —las que pueden llamarse formas clásicas—, contra las cuales se rebeló el pensamiento de los siglos XVIII y XIX. Pero, si bien el racionalismo obtuvo resonantes éxitos contra las instituciones antiguas, reconozcamos que muy a menudo el complejo de sumisión se mostró dispuesto a cambiar de aspecto y que el pensamiento moderno, después de haber combatido vigorosamente los absolutismos caducos, no dejó de hallar otros nuevos. No otra cosa fué el impulso hacia sistemas, leyes y dogmas que cada cual pretendía imponer en nombre de divinidades nuevas: la Razón, la Lógica y, sobre todo, la Ciencia.

Hemos visto que el propio socialismo, después de un breve periodo idealista y creador, cayó apresuradamente en el dogmatismo marxista. El hecho de que éste no fuera más que una metafísica bizantina agregada a un economismo sumario, no impidió que tuviera éxito, ya qne su apariencia científica lo presentaba de acuerdo con los gustos del día.

Que los hombres busquen la verdad, nada es más necesario; que crean a menudo haberla encontrado, nada más respetable, Pero no es posible desconocer hasta qué punto esta batalla se libra con la pasión de sometimiento a un absoluto y, más aún, de querer someter al mismo a los demás. Nos viene asi a la memoria la frase de Stirner, quien, entre sus muchas paradojas, tuvo palabras cruelmente justas: "Muchos someten sus pensamientos a un examen previo y no eligen ninguno como amo sin crítica, pero aun ellos hacen recordar al perro que olfatea a las personas para reconocer por el olor a su Amo" 1.

He aquí, sin embargo, que después del reinado de los absolutos metafísicos y los pretendidamente científicos, conocemos el despotismo más vulgar de la técnica.

No hemos de oponerle los lamentos quejumbrosos de los apologistas de "los buenos tiempos del pasado"; pensamos simplemente que el progreso técnico es una condición del progreso general, pero que está muy lejos de determinarlo. Ahora bien, la técnica se ha convertido en gran parte en un ideal en sí mismo, en una idea fija, en una pasión que aparece una vez más como un Deus ex machina»

Este nuevo dios ha adoptado un cuerpo y un nombre, el produo tivismo. Sus adeptos creen que la potencia de ese dios es ilimitada y cuentan firmemente con él para satisfacer sus apetitos de riqueza y de poder. Capitalistas liberales, socialistas marxistas, estatistas totalitarios, comulgan con esta nueva religión, todos coinciden en ello.

Habrá que comprender alguna vez, sin embargo, que no hay verdadero progreso más que en el hombre y que su condición primera es el perfecto dominio del hombre sobre las cosas, en lugar de que el hombre sea esclavo de las cosas y, finalmente, que la técnica sólo es admirable en'la medida que libera al hombre de las servidumbres materiales y de todos los despotismos.

EL APRENDIZ DE BRUJO

El problema del progreso técnico en relación con el progreso moral, plantea a la humanidad una cuestión vital y lo hace de manera completamente inédita. Sea cual fuere nuestro juicio acerca de los estudios comparativos sobre la formación, el desarrollo y la desaparición de las civilizaciones, es indudable que la nuestra se encuentra ante una situación respecto a la cual las lecciones del pasado no tienen ninguna utilidad 1.

Se puede tener sobre el movimiento y el ritmo de la historia una opinión cualquiera, pero hay un hecho indiscutible: la ruptura total de nuestra civilización con todo aquello que la precedió. Una cruda verdad es la siguiente: la civilización contemporánea ha transformado la condición humana en un siglo más de lo que lo hiciera la historia desde sus comienzos hasta el advenimiento de dicha civilización. No hay, en efecto, ninguna diferencia fundamental entre la técnica de la remota antigüedad y la que reinaba a fines del siglo XVIII; fué necesario que apareciera el capitalismo liberal para que se desencadenara bruscamente la técnica moderna en un lapso que en rerelación con los milenios históricos es apenas un instante.

En 1807 apareció el primer navio de vela dotado de una máquina de vapor; en 1824, la primera locomotora. Cincuenta años más tarde, Europa se encuentra ya cubierta de una red de ferrocarriles, los grandes vapores unen los continentes y el maquinismo industrial triunfa. Comienza entonces la aplicación práctica de la energía eléctrica, cuyo desarrollo es más rápido aún. El fin del siglo conoce el automóvil, y el principio del siguiente, la aviación. En un centenar de años las condiciones del mundo son trastornadas.

Y frente a esa transformación, ¿no tenemos el derecho de preguntarnos si la capacidad evolutiva mental y moral del hombre lo hace capaz de seguir el ritmo vertiginoso de la evolución de la técnica y del medio ambiente? Si se piensa que ese cambio se ha producido dentro del lapso abarcado aproximadamente por dos vidas humanas y que, por otra parte, una transformación del hombre implica una evolución en profundidad de su psicología y de sus instintos, se comprenderá el desequilibrio que sufre el mundo.

Nuestros contemporáneos han aprendido, además, lo que cuesta el no conservar el dominio de las fuerzas que han desencadenado. ¡El capitalismo lo vió bien cuando tuvo que pagar primas por la destrucción de las fuentes de producción y decir a los míseros desocupados que su lamentable situación se debía a la superabundancia! Simple choque de retroceso de un mecanismo puesto en marcha sin que sea posible regularlo, por la sencilla razón de que los capitalistas más "modernos" seguían dominados por las tradiciones simplistas de su clase. Todas sus ideas se concretaban en la decisión de pagar al precio más barato y vender al más caro, de explotar a los asalariados hasta el máximo, etc. En suma, el jefe de trusts de 1930 tenía fundamentalmente la misma mentalidad que el fabricante de 1830, y sin duda fué el primero en asombrarse al ver que los métodos que enriquecieron a su abuelo, ¡lo obligaron a él a clausurar su fábrica!

Pero esto constituye solamente un aspecto de la cuestión; hay otros muchos más graves. La persistencia de las concepciones tradl* cionales, pese a los desmentidos de la experiencia y de los hechos, constituye un motivo inagotable de meditación. Está, por ejemplo, fuera de toda duda que nuestra civilización ha creado un conjunto de realidades en absoluta contradicción con un mundo dividido en una infinidad de Estados soberanos que no conocen otra ley que el egoísmo particularista, y animado de pasiones reivindicadoras y agresivas. No es menos inusitado comprobar, de paso, que no hay nada que se asemeje a una política demográfica mundial y que todos los gobiernos predican la repoblación y la superpoblación, sin cuidarse del resto del mundo. No hay ninguna cuestión relativa al porvenir del mundo que no haga aparecer sus fatales contradicciones. El hombre del siglo XX es semejante al aprendiz de brujo que desencadenó el sortilegio, sin poder dominarlo; es de temer solamente que el desenlace sea más trágico que en el caso de la famosa leyenda. Si los hombres persisten en vivir en el presente con ideas del pasado, las contradicciones del mundo moderno podrían llevarlos a furias destructoras, tanto más terroríficas cuanto que estarían servidas por una técnica de la cual nos da una idea la bomba atómica. En ese caso, el progreso, tan alabado por los productivistas de todos los matices, no habrá sido más que una marcha hacia el suicidio social.

En efecto, nuestra época plantea toda la cuestión del destino de la humanidad, sin que podamos eludir nuestras responsabilidades. Nuestra civilización es única por sus capacidades constructivas, pero también por sus capacidades destructivas. Cada individuo está hoy obligado a reconocer que nada de lo que ocurre en el mundo le es extraño y que es necesario, con toda urgencia, adaptar a este mundo una moral social que lo haga viable.

HAY QUE ELEGIR

Esta moral social, actuante y salvadora, no puede ser más que un socialismo renovado y vivificado, pues, como ya hemos dicho, el socialismo ha sufrido, más que otras concepciones nuevas, el peso deformante del pasado.

Esas fuerzas, cuyas raíces se hunden en el pasado, están siempre amenazantes; el autoritarismo y el absolutismo conservan su poder de seducción. Nada más tentador, cuando se trata de escapar a la complejidad obsesionante del drama social, que el entregarse a un poder fuerte que haga reinar el orden. Pero cabe citar a ese respecto las hermosas palabras de Proudhon: "En el organismo social, como en el organismo físico, el orden no es consecuencia de la autoridad, sino de la organización .*' Los métodos autoritarios han dado de sí, ineluctablemente, aquello que debían dar: la equiparación del hombre a la categoría de presidiario o su elevación al grado de carcelero de primera, segnnda o tercera clase; la nación puesta bajo el signo de la nueva trilogía sagrada: "Creer, Obedecer, Combatir", teniendo como perspectiva combates que degeneran en guerras apocalípticas.

Justo retorno de las cosas y lógica implacable. Se puede hacer del principio autoritario el fundamento del orden social, pero no es posible asentar ese principio sino en la violencia, justificándolo con la exaltación de abstracciones inhumanas. Y desde que se cultiva lo inhumano, ¿cómo ha de evitarse que se desencadenen la barbarie y la bestialidad latentes?

Henos aquí, pues, de retorno a lo esencial: al dualismo del ser humano, a su doble naturaleza de animal instintivo y de ser humano consciente y moraL

Planteado de ese modo el problema, parece corresponder su solución a las ciencias naturales más bien que a la moral o a la sociología. Si, en efecto, todo depende de la medida en que lo humano del hombre prevalezca Bobre lo primitivo y bestial ¿no estamos obligados a admitir, en suma, un nuevo fatalismo?

Indudablemente, no. Creemos haber afirmado suficientemente que el hombre aparece como artífice de su destino porque representa una realidad actuante y determinante, con el mismo título que todas las fuerzas naturales, y que tiene aún sobre éstas la ventaja de ser una realidad pensante. El "pienso, luego existode Descartes, es «na verdad cuyo sentido no ha terminado de profundizarse.

El socialismo humanista no nos es impuesto por ninguna fatalidad y su advenimiento no está regido por ninguna ley fuera de las que emanan de la naturaleza humana. Confiamos, a pesar de todo, con firmeza, en su triunfo, porque no podemos creer en el suicidio social de la especie humana y porque los elementos del socialismo viven en los hombres que tienen más profundamente conciencia del mundo y de ellos mismos. Corresponde a éstos afirmarla con la mayor precisión, claridad y audacia.

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EL HOMBRE ES LA BASE DEL SOCIALISMO

Es necesario operar una inversión de los métodos clásicos do la sociología. La base del conocimiento de lo social no es el medio histórico, sino es sencillamente el hombre en su realidad íntima y personal. Lo que constituye en último análisis el elemento determinante de la evolución social es la reacción psicológica de los hombres frente a las condiciones del ambiente.

La sociología no puede tener pues una verdadera base científica, si no se apoya ante todo en las ciencias que tienen al hombre como objeto. Este hombre no puede ser considerado como una abstracción impersonal idéntica en el tiempo y en el espacio terrestre, sino como una entidad esencialmente diversa y cambiante.

Por sus orígenes y por su naturaleza, el hombre es un complejo contradictorio de animalidad y salvajismo de tendencias hacia la humanización y la civilización. En virtud del carácter anárquico de la evolución, resultan diferencias enormes entre los tipos humanos.

Si es verdad que hasta hoy la evolución de la especie humana en su conjunto ha tendido a la humanización y a la civilización, ninguna lógica y ninguna ciencia demuestran que esta tendencia sea una ley supra-humana y que el advenimiento del socialismo sea fatal. Esto depende de la conciencia y de la voluntad del hombre.

EL HOMBRE ES EL OBJETO DEL SOCIALISMO

La supresión de los monopolios capitalistas no es la realización del socialismo, sino simplemente una de sus condiciones. El objeto del socialismo es el establecimiento de un orden social que asegure a los individuos, al mismo tiempo que su parte justa de bienes materiales, las libertades imprescindibles para el desarrollo individual.

El respeto de estas libertades esenciales es la única garantía contra una degeneración del socialismo hacia nuevas formas de tiranía, de opresión y de explotación del hombre por el hombre. Un socialismo limitado a lo económico y que reniega de sus fundamentos morales debe basarse necesariamente sobre el totalitarismo estatista y nacionalista. Un mundo constituido de tales naciones sería un campo cerrado donde los egoísmos colectivos se afrontarían en guerras casi permanentes que harían ilusorio el advenimiento del socialismo.

En todos los dominios y en todos los aspectos del problema social,

el socialismo se opone a concepciones tradicionales y reaccionarias.

A los absolutismos filosóficos y seudo científicos, el socialismo opone las nociones de relativismo y de pluralismo.

Al principio autoritario el socialismo opone el concepto de que la cuestión social no es una cuestión de autoridad sino de organización.

Al centralismo abusivo y parasitario el socialismo opone el federalismo, la asociación y la coordinación.

El socialismo no es utópico ni finalista: es un eterno devenir. Pero este reconocimiento de su carácter esencial lo obliga tanto más, si no quiere hundirse en las negociaciones oportunistas, a una inquebrantable firmeza de principios.

EL HOMBRE ES EL MEDIO DEL SOCIALISMO

El socialismo debe romper radicalmente con todo método que tienda a integrar totalmente al individuo en un particularismo colectivo de cualquier índole.

Incluso la demagogia obrerista es falsa y peligrosa porque el socialismo no es el triunfo de una clase, sino la supresión de las clases. Los obreros no son los héroes del trabajo, sino sus víctimas y su heroísmo debe consistir en librarse de esa condición.

Es necesario centrar la propaganda socialista sobre la revelación que el socialismo trajo al mundo: que es inadmisible que bajo una u otra forma un hombre sea oprimido o explotado por otro hombre.

En esta propaganda los deberes y las responsabilidades más graves incumben a las colectividades más evolucionadas que disponen actualmente de un máximo de influencia, de capacidad y de potencia.

Esas colectividades no realizarán el socialismo y no lo harán irradiar sino en la medida en que coloquen en la base de su moral y de sus instituciones el respeto al hombre.

Respeto de su realidad como fundamento del problema social.

Respeto de su dignidad en relación a su calidad humana.

Respeto de su libertad como igual en derecho a no importa quién.

Este respeto de la dignidad fundamental del hombre es la condición primera del socialismo porque solamente reconociendo su propia dignidad en cada uno de sus semejantes desarrollará el hombre su sentido de la solidaridad humana, de cuyo desarrollo depende, en definitiva, todo el porvenir del socialismo.

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E d i c i o 11 e s RECONSTRUIR

LUIS DANUSSI Casilla de Correo 320 Buenos Aires

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1  "Doméstico'' tiene aquí el sentido que se da hoy a "económico", término que no era do uso corrente en esa época.

2  Es de lamentar, por lo demás, que el socialismo contemporáneo se hallo desprovisto de hombres poseedores de tales cualidades de inteligemsi* y de sentimiento.

3  Cabrían aquí algunas reservas respecto a la filiación de Hegel-Marx, puesto que, por esta dialéctica, Marx pretendía demostrar exactamente lo contrarb de lo que afirmaba Hegel. Pero éste es un punto del marxismo que tiene una lejana relación con lo que nos ocupa.

4  El número y la diversidad de los elementos constitutivos de la class inedia son tales, que su simple enumeración es aquí imposible, y si muchas ds esas categorías son poco importantes en tí mismas, su conjunto forma, sia embargo, una masa considerable.

5  Fueron precisamente sus adversarios quienes, eon el fin de desacreditarlos, dieron a los libertarios o federalistas el nombre de anarquistas; pero éstos terminaron por aceptar y reivindicar esa denominación.

6  Se entiende que estas observaciones no disminuye* «a lo mfts .f fitoa •1 valor del sindicalismo en tanto que movimiento de lueha proletaria, ai aa papel ea la ergaauaei6a eooaómiea de un rógimeft leeiaUsta.

7  Dejada de lado la fusión del totalitarismo político y del totalitarisas religioso en el sentido del poder de Estado, la Iglesia no pudo aspirar más qos a un acuerdo con el Estado de tipo liberal. En cuanto al totalitarismo de Estado no religioso, evidentemente éste no podría tolerar la independencia real ds la Iglesia y tiende entonces a destruirla o a ponerla prácticamente a tu terricio.