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GABRIEL ALOMAR

LA PENA

DE MUERTE

EDITORIAL VERTICE Viladomat, 108 BARCELONA

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LA PENA DE MUERTE

La pena de muerte es, juridicamente, la reduccîÔn de una costumbre a derecho, y no la aplicaciôn de un ^rincipio racional del derecho, al ejercicio de unâ civilizaciôn. Es la persistencia de un hecho aîi-terior a toda verdadera cultura social; de un hechô entre individuos que no cuenten con la mûtua garantis de uti orgànismo colectivo. etnbrionario dè ïa du-Es» èn fin, como la ïeligiôn, como el culto» unâ pèrsistehcia plebeya del elemehtô tradicional, W eièmënto ïnultitud, en medio de las culturâfe coïrttftm-Ûfcji pot la Aïfctadufa espiritual de las 'minorîas fièleC-

Ea ^ste breve estudio sobre la pena de muerte, quie-ro tratar separadamente el derecho y el hecho.

II

La pena de muerte como derecho (pseudo derecho), es originariamente la consagraciôn de un instinto hu-mano, de una pasiôn individual, por la sociedad. Es la jurispradeacia de la venganza. De manera que la ex-presiôn vindicta pûblica désigna bien la naturaleza Intima de tal sanciôn. El fin de la pena de muerte, en-tendida asî, es doble ; en el aspecto que podriamos 11a-mar inmaterial, tcôrico, es la satisfacciôn de la justi-cia ofendida; en el aspecto material, prâctico, es la ejemplaridad, el medio para evitar futuros crîmenes que puedan cometer otros hombres, el uso del terror supremo al crimen ejercido por la sociedad paTa im-pedir el crimen ejercido por el individuo.

La idea mitolôgica de la justicia persiste en toda su vitalidad entre nosotros. La Justieia-Astrea, Themis o Némesis, es aûn una diosa. Y la pena de muerte es, sin metâfora, el sacrificio humano que se le tributa ritualmente. A poco que examinéis la naturaleza de la pena de muerte, sobre todo comparândola con las demâs penas, la veréis como un acto religioso. La eje-cuciôn, es un tito, una misa cruenta, un verdadero s»-criûcio, un atrîo; el acto de desagravio a un Dios irri-tado. Hay una supersticiôn de justicia satisfecha en el momento de estupor que sigue a la consumaciôn de una muerte jurldica. El verdugo, para la concep-ci6n rudimentaria de la plebe, es un sacerdote ; el sa-cerdote del dios negro y temible, el sacerdote de la noche, que oficia, como sus innumerables antepasa-dos para hacer caer sobre la cabeza de la vîctima (cabeza de chivo emisario), los desastres que amenazan a toda una colectividad, postrada por el espanto ante el patlbulo-altar. Hay en el aire, en aquellos instantes, una divina voluptuosidad de langre, dolor y muerte, que se complace en los e&ter-tores de la vlctima y apaga la sed roja del Dios-vMal.

jAh! Tal vez en esa curiosa y contubernial alianza ^ntre el verdugo y el sacerdote, en esa defensa obs-tinada de la pena de muerte por el catoliciamo, hay una herencia de cultos primitivos, transmigrados a nuestras aras desde el Antiguo Testamento y a trayés de la idea del Calvario, entendida como divinizaciôn de un parricidio expiatorio, necesario, para castigar ^n la cabeza de un Dios los crimenes de toda la Hu-tianidad. As! hemos visto aparecer, en diversas horas irâgicas ^ara Barcelona, la idea de la pena de muerte fcomo desagravio a la justicia ofendida por misterio-eos urbicidios» como necesidad de sangre expiatoria o cabeza de escarmiento, fuese la que fuese la culpa-ilidad probada de las vfctimas. La pena de muerte es el anillo de Policrates ; la vida del reo se ofrece como un rescate para conjurar los maies futuros; es la ofrenda del dolor y la muerte de un hombre para cjue él pague todas las compensaciones de la justicia inmanente y oculta.

La ultima pena es una antropofagia ritual. La so-ciedad—no ya el individuo—dévora a su vlctima para satisfacer un deber impuesto por la divina justicia. Hay, en lo invisible, unas balanzas, aquellas famosas balanzas en que los dioses egipcios de ultra-tumba pesaban las aimas, como el Miguel de la supers-ticiôn catôlica, o aquellas otras balanzas simbôlicas con que se pinta a la Themis greco-latina ; y la cabeza del condenado, cayendo en el platillo, restablece el ecjuilibrio, la idea de justo, de igual, la nivelaciôn violenta.—^Veis el salvajismo atâvico de la penalidad de muerte?

Contemplad ahora el espectâculo de la ejecucion.

Aquî la justicia primitiva, haciéndose plastica, se vuelve tragedia viva; no ya representaciôn, mito es-cenificado, sino presentaciôn. El terror opéra en el aima de los espectadores como una emociôn educativa, estética en cl vertfadero sentido, eso es, excitadora dp los nervios para producir una vibraciôn trastornadej-ra dé la sensibilidad.

Las culturas suelen tener, en sus origenes, una form^ de eapectaculos nacionales que son, intencionalmerv te o no, escuelas de las respectivas ciudadanîas. Arf el Circo Romano. Asî nuestras corridas de to« ros. Asi los autos de fe, que a veces erai repervados para jomadas de fiesta, como en el casa-miento de monarcas. Asî también las ejecuciones ptf-blicas, en los paîses donde aun son consumadas en mi-tad de una plaza, como en Francia. Y en aquellos otrofc paîses donde se ocultan en el interior de las cârceles, como en 'Inglaterra y Espafta, queda siempre la espec'^ tatWa maîsana, melodramâtica, de la noticia; el imagi-nar los momentos horrorosos de la capilla ; la vision, en de fc bandera negra en lo alto de la puerta trâ-^ica... Hay en estas costumbres un sadismo social, aônde se reffocila en el dolor la turba egpectacular ; liày wft aura de impiedad y homicidio que esparce sobre la multitud de cabezas en contagio de maldad y violencia—. Es la ejemplaridad...

El aspecto religioso de la pena de muerte naciÔ, seguramente del concepto de la autoridad como dele-gaciôn divina. Si imaginamos a Dios como propietario absoluto de las vidas humanas, los Reyes o el Estado lo serân también por representaciôn. La pena de muerte es una consecuencia natural del absolutismo. El scadalso, segûn este sistema, es un signo de realeza como el cetro, también sîmbolo de violencia en sus or î genes. La horca y el cuchillo, fueron, por esa mis-ma consideraciôn, emblemas dei dominio sefiorial, en la edad média.

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Veamos ahora el aspecto prâctico de la pena de muerte ; considerémosla, no ya bajo un criterio de justicia, sino bajo un criterio de utilidad. No como îns-tituciôn juridica, sino como instrumento de eficacia social. Tratemos, pues, de la ejemplaridad.

Podriamos representarla en la forma de otraB balanzas; la sociedad pone ante el criminal posible la alternativa de su muerte como peso équivalente a la muerte cometida por él. Estamos, pues, ante una persistencia de la superticiôn teolôgica llamada ley del talion. Se usa el terror supremo como elemento déterminante en la voluntad del hombre. Este sistema, no encuentra, para oponerse al crimen, otro remedio mâs que el mismo crimen, en una aplicaciôn monstruo* sa del similia similibus. Siempre el fin de la pena, jurîdicamente, ha de estar condicionado por el mismo derecho que trata de aplicar. Castigar un crimen con la repeticiôn agravada del mismo crimen es el mayor de los absurdos. <»Con qué derecho, con que autoridad podrâ castigar un homicidio el homicida?

El mal se compensa con el bien y no con el mal. Yo no sé ver, en la pena de muerte, mâs que un ejemplo: jel del asesinato! Todas las agravantes posibles se reunen en ese acto pseudo jurîdico, cjue inhabilita para todo ejercicio de derecho y de politica a las so-ciedades que lo ejercen. El hombre, para ellos, no e3 un fin; es un medio para que los demis hombres to-men ejemplo.

...Ejemplo, ^de qué? Ejemplo de que la vida humana tiene un valor relativo secundano, y de que cual-quier mafiana, en un patio de cârcel o ante una mul* titud, un ciudadano puede ser suprimido con refinada

frialdad ror la simulada conciencia de ejercer un acto augusto, un movimiento de justicia.

Reconstituyamos por un momento la aterradora es-cena: el reo, vestido con la irrisoria "ropa, atado es-trechamente, sube los peldanos de la escalera fatal. El ministro de Jesûs autoriza, sin ninguna protesta, sin ninguna reserva, la ejecuciôn; y en su mano, sar-câsticamente, hay la imagen de un divino reo de muerte... Y otro funcionario, envilecido por todas las mal-diciones, hace sentar al condenado sobre la banqueta, le ajusta la argolla, retuerce el manubrio... £Es posible exhibir ante el pueblo mâs refinada câtedra de inmo-ralidad e ignominia?

Pero la ejemplaridad de la pena de muerte estâ juz-gada por la Historia. La pena de muerte, a medida que han avanzado los tiempos, ha ido aplicândose mâs raramente. Y conforme se ha atenuado la vieja barbarie judicial, la criminalidad ha descendido. La se-guridad personal, el respeto a la vida son nociones que se han extendido entre los ciudadanos a medida que han sido aceptadas por el poder pûblico en su legislaciôn. La abolicion de la pena de muerte es el momento final de una evoluciôn bien clara, que puede seguirse a través de la historia contemporânea. Em-pezô por limitarse, en général, al homicidio la ûltima pena, que antes era aplicada, como se sabe, a muchos delitos incruetos; después fueron excluîdos de la pena capital los homicidios no caracterizados de asesinato, y entre los asesinatos, los que no iban acompanados de circunstancias totalmente odiosas. Solo para los delitos de carâcter militar o poKtico, de que trataré después, se conserva la antigua rigidez juridica.

Pero continuemos analizando la ejemplaridad en su acciôn mâs directa: éCuâl es el pûblico habituai de las ejecuciones, o la turba que suele pulular en torna a las cârceles los dias de pena capital? Todos sar bemos que allî se junta la hez de las multitudes pie-beyas, y que entre ella suele encontrarse a. los profer-sionales del crimen. La flor del apachismo espera, cantando a las puertas de la Petite Roquette de Paris, la escena gratuita que le ofrecerâ el ûltimo gesto del companero, caido en el momento de casarse cou la viuda, como suele decirse en el argot carcelario, o de sacar la cabeza por la i,entana y estornudar en el saco, como decîan las multitudes rojas de 1793. Morir crânement en la guillotina o en el garrote es, para taies

fentes, una ejecutoria de valentia; y al mismo pie el cadalso germina de nuevo la eterna flor del crimen, regada por la sangre ofrecida... cQué respeto ha de inspirar la vida humana al que ve erigirse la muerte violenta como una obra santa y la venganza como un deber ?

Recordamos una vieja y bârbara costumbre de cier-tas madrés, que acompanando a sus pequenos a la vi-siôn de las ejecuciones capitales, afortunadamente in-comprendidas aûn por las conciencias infantiles, da-ban una fuerte boretada en el rostro a las tiernas criaturas, para hacerles recordar toda la vida aquel acto horrible. He aqul la ejemplaridad.

Circula aûn, entre los partidarios de la pena de muerte, una antigua frase inepta, que es para ellos casi el argumento unico; me refiero a la frase de Al-fonso Karr: "Que empiecen los senores a se si nos"—. Pero, sefiores mîos, la primera respuesta que se me ocurre es una monosilâbica interrogaciôn : ^Cuâles? ^Qué asesinos han de empezar? ^Los criminales vulga-res o los asesinos legales? jYo creo que deben empezar los mâs dignos! Y como la sociedad solo puede conservar el derecho a castigar mientras conserve la propia superioridad moral sobre los castigados, es évidente que a la sociedad le toca comenzar. ^Qué dînais pues, si una naciôn civilizadora usara, en la uerra contra bârbaros o salvajes, los mismos proce-imientos bélicos que usan éstos? Dînais que ha per-dido ipso facto, su derecho de intervenciôn, por-que ha dejado de %ener superioridad social. Pues bien; la sociedad es la eterna interventora, encargada de civilizar las costumbres de crimen, rastros de una persistencia de antiguos salvajes en el interior de nuestras ciudades.

El derecho de los individuos estâ limitado por el interés social. Desde el momento que el individu© deja de ser hombre social, la sociedad podrâ intercep-tarie sus relaciones libres con là sociedad misma, para que los demâs no sufran en su propia libertad-—. -Pero, también, inversamente, el derecho social esta limitado por el derecho individual. La sociedad no puede dejar de serlo, si no quiere perder todo derecho. Y como su obligaciôn primera es garantir la vida, la pena de muerte estâ fuera de sus derechos. Si su deercho es limitado, no podrâ nunca aplicar una pena ilimitada; no podrâ privar de la vida, ni las privaciones que de la ljbertad imponga podrân nunca ser perpetuas.

El derecho de represiôn social es una ley de gue-rra entre la sociedad y el individuo. Estâ bien. Pero. como toda guerra, ha de tener sus leyes. La sociedad, para reprimir las infracciones del derecho, podrâ re-currir a los medios de violencia necesarios, para apo-derarse de la persona del infractor, si ello précisa. Pero en cuanto éste quede reducido a prisiôn, le am-para la ley, protectora de todos los prisioneros de guerra, en nuestra civilizaciôn. Su libertad estâ en ma-nos de la ley; pero su vida es sagrada por ministerio de la ley. La pena de muerte, en consecuencia, équivale a la ejecuciôn de los prisioneros, sistema de guerra abandonado por todas las naciones civilizadas. Es le ejecuciôn de los prisioneros en la guerra entre individuo y sociedad.

Pero hay, contra la pena de muerte, un argumento para mî decisivo. La pena de muerte répugna abso-îutamente a la conciencia social. Toda acciôn ha de tener su responsabilidad. Pues bien; la acciôn pena de muerte es totalmente irresponsable. Hay, ante la* ejecuciones, un caso flagrante de cobardia social. La sociedad no se limita a ser cruel con la victima; em también cobarde ante la responsabilidad. i Qué ciuda-dano quiere recâbar para si la imputabilidad de la ejecuciôn? Cuando una multitud es responsable, nin-guno de los individuos que la forman se siente con responsabilidad. Es un comodo sistema de inhibiciôn. La culpa colectiva libra de las culpas personales. En la vigilia de las ejecuciones, el pueblo clama por el in-dulto, clama para que sea libertado de la ira del pueblo, en nombre de la voluntad del pueblo, el hombre ue solo el pueblo matarâ! — ^Queréis contrasenti-o mâs monstruoso? El clamoreo de perdôn que se eleva en aquellos dîas negros, en las ciudades verdade-ramente civilizadas, es un eco del remordimiento dis-perso délias multitudes, diluldo hasta lo infinito en el mar de cabezas humanas, todas ellas copartîci-pes en una culpa que a cada aima le parece mâs pe-quefia porque cada aima la siente diviaida entre toda la Humanidad. Cada ciudadano tiene su propia mano puesta en el instrumento de suplicio, y cada uno siente su parte de asesinato. Y para limpiarse completamente de esta culpa, los hombres han encontrado la figura de otra horrible victima o chivo emisario en quién descargar, la responsabilidad ambiente que toao el mundo.répudia; y esta victima es el verdugo. Pero el verdugo, por su parte, procura decir, en tono sacra-mental, que no es él quien mata, sino la ley... La ley, cômoda palabra, personalizaciôn idôlatra de una le-tra que no tiene ninguna eficacia si no éxpresa una voluntad de pueblo que la dicta, como imagen de un aima nacional. El ministro que propuso una ley de muerte, el legislador que la votô, el jefe de Estado que la sancionô, el ciudadano que la aplaudiô, el fiscal que pide su aplicaciôn, el magistrado que la dicta, todos se consideranan deshonrados si tuviesen que ejecutarla personalmente... Preferirîan abandonar sus investiduras. Mâs aûn; todos repudiarîan in-dignados la mano del ejecutor para no mancharse de ignominia.—^Veis la in justicia que ello representa? /véis la hipocresîa que eBto significa? ^Cômo pode-mos imaginar que crean acto de Justicia aquella justicia que piden, cuyo cumplimiento deshonra para siempre al funcionario que la ejerce?

Por eso la personalidad del ejecutor, tan sugestiva para aquella rebusca de antitesis estéticas que fué el romanticismo, tiene una llteratura propia, genuina, peculiar, un aspecto de satanismo poético ; y su nombre de réprobo, que paga las negruras de toda la conciencia social, se une al de los parias cantados por la musa de los romanticos, en las estrofas de Espronce-da, en las ironias de Heine, en las fantasmagorias de Hugo, el gran patriarca de todos los abolicionistas del cadalso, junto con Lamartine—. Y por contraste, el romanticismo de reacciôn absolutista idealiza'al verdugo como piedra angular del edificio social, en las paginas inhumanas de De Maistre, creador de la que podrîamos llamar patibuîismo.

IV

Siguiendo la moderna evoluciôn del derecho pénal, la pena de muerte, como doctrina juridica, ha tenido que evolucionar también; y entonces ios tratadistas, viendo derrumbarse los argumentas tradicionales en favor del patibulo, han tenido que buscar otros mâs conformes con la fôrmula pénal contemporânea. Des-de el concepto histôrico de la pena como satisfacciôn espiritual de la justicia ofendida, el derecho ha pasa-do a la idea (mâs humana) de correcciôn del delin-cuente. La absoluta incompatibilidad entre la pena dé muerte y el sistema correccional no necesita demos-traciôn. Examinemos ahora la verdaderamente inhu-mana teoria que quiere hacer compatible la pena de muerte como sanciôn con la doctrina de la absoluta irresponsabilidad del delincuente.

Para esta conocida escuela pénal del determi-nismo ético, la pena de muerte es una extirpaciôn del miembro social gangrenado; es el aniquilamiento del criminal como una fiera, no en vista de su conciencia de crimen, sino en vista del peligro social que implica—. No creo, de ninguna manera, que en nues-tro caudal de doctrina contemporânea exista teorîa mâs inhumana y vergonzosa que ésta. Si el criminal es siempre un vesanico, un loco, un anormal, creencia de la cual en cierta forma participo, entonces el crimen de la sociedad que le mata séria el verdadero crimen, ejercido con responsabilidad y conciencia. Y si en tal caso proclamamos lîcita la pena de muerte, nos veremos forzados lôgicamente a aplicarla también a los locos homicidas, o a los enfermos atacados de morbosidades infecciosas, de epidemias, como homicidas inconscientes de la sociedad. Y si las reclusio-nes en las cârceles no son garantîa perfecta para el resto de los ciudadanos, la lôgica implica que tampo-

GABRIEL A L O M A R

co lo scan los hospitales, los manicomios, los lazare-tos, las cuarentenas.

V

He hablado hasta ahora de la pena de muerte como derecho. Juzguémosla ahora como hecho.

La ûltima pena no recae exclusivamente sobre el cortdenado; recae, con mas extension y tal vez con mas intensidad, sobre su familia; es decir; sobre ino-centes. La muerte es una contingencia horrorosa para el ciudadano a quién se aplica aquella penalidad ; pero hay todavia un dolor mâs fuerte: la ejecuciôn de un hijo.

^No hay padres, no hay, sobre todo, madrés <jue pondnan voluntariamente la cabeza bajo el instrumento de suplicio para salvar la vida de los hi-jos? Aqux tenéis otra suprema y vitanda inmoralidad de esa' ley inîcua. Y como si no bastara ese tormento que convierte a tantas madrés en Dolorosas, la sociedad impia, inexorable, reduce al interdicto de una des-honra perpetua el nombre mismo de la familia del reo, en una excomuniôn infamante y definitiva.

Como hecho, la pena de muerte es una violaciôn sa-crttega de lo incognoscible, y pone una mano profana en el dominio de lo infinito. ^Acaso el hombre puede desterrar al hombre a la no existencia o a las existen-cias tenebrosas y desconocidas del mâs allâ? i Acaso

Sara los que creen en Dios puede ser licito al nombre acer la obra reservada a Dios, destruyendo una vida antes de su término natural? i Puede levantarse ese terrible velo sin que tal acto sea comparable con el sacrilegio simb61ico de los que levantaron el velo del Arca y cayeron heridos por el rayo, segun se cuenta en las Escrituras?

Ya oigo la palabra con que ciertas multitudes sue-len acoger csas generosas cruzadas contra la pena de muerte. Sentimentalisme), sentimentalismo .cursi...— Pues bien; este sentimentalismo ha creado la civili-zaciôn; este sentimentalismo acabarâ manana con las guerras, como ayer terminé con la herencia bârbara de todas las infancias populares. Y por otra parte, £es que (como observaba Benavente) no es también un sentimentalismo opuesto aquel frenesi con que todas las voces de crueldad social piden la sangre de las vîc-timas, cuando consideran indefensos los intereses de casta, jerarquia o riqueza. que han de ser forzosamente atacados si hemos de abrir paso al porvenir?

Llegamos ahora a otro argumento mâs formidable contra la pena capital; el de su irreparabilidad y el de la condiciôn falible de todo tribunal; la pena de muerte equivale a la proclamaciôn de infalibilidad de la justicia humana. Y de hecho, una antigua ficciôn légal ha querido imponer este dogma a la justicia con el respeto idolâtrico de noli me tangere, de tabou, a lo que se ha llamado cosa juzgada. Todos recordaremos ocasiones en que se ha querido aducir (para apagar discusiones en que los gobiernos se sentfan débiles) la sut or idad indiscutible de la cosa juzgada. He aqui una prueba mâs de que nuestra sociedad se encuentra todavia en la que Augusto Compte llamaba estado teo-lôgico, y de que el catolicismo ha inficionado hasta tal punto los cimientos de nuestra ciudadania, que el mie-do al libre examen socava las garantias mas firmes de la libertad y de la soberanîa popular No hay peor su-persticiôn que la de la cosa definitivamente juzgada. Lo que importa es la indefinida révision de todos los valores religiosos, morales, sociales, jurîdicos. poHti-cos ; porque esta révision es. en definitiva, el progreso àumano, la luz, el lentido de lo me^or, el idéal, todas las perfectibilidades de la Historia; podrîamos ee-§uir esta serie luminosa de revisiones a través de las .epocas, como hitos dejados en el camino de la gloria por todos los verdaderos héroes, cada uno de los cua-les ha dado su nombre a una révision salvadora, como quien bautiza una estrella mâs en la infinita Via Lâc-tea.

Pero, esta nebulosa imaginaria es una Via roja, roja de la sandre generosa con que cada redentor ha abre-vado la tierra; y la supresiôn de la pena de muerte, cuando sea definitiva, se habrâ alcanzado a cambio de infinitas penas de muerte rescatadoras.

Dediquemos ahora un râpido recuerdo a esa teorîa de vîctimas ilustres que en todas las naciones forman el martirologio de la ciudadania y la libertad. ^Aca-so, para la propia civilizaciôn cristiana, el solo ejem-plo de la injusticia del Calvario no séria ya un ar-gumento irréfutable contra la pena de muerte ? i Es que para el propio régimen constitucional de Espaiia la lista inmensa de las vîctimas femandinas no debie-ra ser suficiente para desterrar de nuestros côdigos la pena que taies matanzas ha causado?

Pensad que el mismo pueblo que mataba a los hom-bres de la libertad * ' " f malismo, los hubie-

ra aclamado anos

ahora ha inscrito

con la misma mano que los entregô a la muerte, sus nombres en letras de oro a la cabecera de los palacios de las leyes; para que ellos, vîctimas de la ley, pre-sidan la creaciôn de las otras leyes y las perfumen con su sangre generosa; no para que taies leyes cau-sen nuevas vîctimas, esperando el mârmol de futuros Congresos, y para que la ejemplaridad formidable de los errores jurîdicos sea testimonio eterno de la fla-queza humana

La autoridad de la cosa juzgada recibiô un golpe mortal en los debates del proceso Dreyfus. Aquel es un momento que perdurarâ signifiçativo en la historia contemporânea, porque representà, en lo jurîdico, la emancipaciôn de todo religiosismo légal ; como el principio constitucional y la supresiôn del derecho divino de los reyes son, en lo polîtico, la emancipa-ciôn de otro religiosismo.

La justicia humana es insegura. En su aplicaciôn extrema literal, es ademâs, la sJmma injuria, como decian los romanos. Y para obviar las injusticias de la justicia, los hombres han inventado la gracia, el per-don, el indulto, reminiscencias del principio que atri-buia a los reyes la administracion originaria de justicia y, por tanto, el derecho de vida y muerte sobre los hombres.

Pero el indulto, en si, es una instituciôn inmoral. Su concesiôn depende, muchas veces, de causas aje-nas a las depuraciones de justicia, como son, una fïes-ta real, la aaoraciôn de la Cruz en los Viernes Santos, un clamor colectivo y ocasional o el azar de la senti-mentalidad. El indulto suele ser una medida politi-ca y no juridica. La vida o la muerte de los reos se jueça al azar de las corrientes de opinion o las con-veniencias de Estado. Un tratadista francés dijo que esta era la Ioteria de la muerte. Hoy serâ indultado un criminal odioso y manana se denegarâ el indulto a un pobre hombre. Los ejemplos son elocuentes y numerosos.

VI

La pena de muerte en la Historia, conforme ha ido disminuyendo en el numéro y extension de sus apli-caciones, ha cambiado también en su calidad. Quiero éecir que desde el concepto de suplicio, o sea de dolor supremo infligido al condenado como castigo, como pena, en el verdadero sentido de la palabra, se ha pasado al concepto de supresiôn de la vida con supresiôn de dolor. Como consecuencia de la doctrina fceccariana, la guillotina francesa, hoy imagen tétrica y vil, fué en su dia casi un instrumento de laborato-rio, con que el cirujano Louis (de aquî el nombre de Louison) y el médico Guillotin daban muestra, a su modo, de la famosa sensiblerla caracteristica a fines del siglo XVIII.

No sospechaban que bien pronto la guillotina debia tenir su quijada oblicua con sangre de reyes, sangre representativa y expiatoria de todo un régimen que moria, como si la ira desenfrenada de un cataclismo popular quisiera vengar con la muerte pura y simple la tradiciôn de la antigua barbarie pénal. Quien compare la furia momentânea y enfermiza de 1793 con la tria y sistematica crueldad légal del Antiguo Régimen, podra juzgar serenamente la obra de la Revoluciôn, trânsito entre dos épocas. Y quien compare -plâstica y concretamente el suplicio refinado y îarguîsimo de un Damiens (el regicida frustrado de Luis XV), o de un De la Barre (el caballero que muriô por no haber querido descubrirse al paso de una procesiôn), medirâ la inmensa distancia entre los dos tiempos. Anâdase a tal diferencia la supresiôn de la barbarie procesal del tormento, que implicaba la posibilidad natural de la inocencia del torturado. Entre los dos régimenes média, pues, en cuanto a la pena de muerte, la evoluciôn

desde cl concepto pena o chlor al concepto supresiôn? de vida. La guillotina era una especie dfc clorofonmo*-Eii este concepto la electrocuciôn (que ha dado^ mu-r chas veces, como todos esos instrumentes, resultados* contrarios a su fin), es una prueba mâs de aquel pena-liamo. En los tiempos futuros, cuando la pena de muerte sea una lejana barbarie estudiada en la his-toria, nuestros descendientes no podrân comprender cômo podîa coexistir con las ciudades de hoy ja figura del patibulo; y tendrân para este recuerdo el mis-mo gesto de repugnancia que nos inspira hoy el tormento, la tortura procesal.

En nuestra legislaciôn podemos notar ûltimamente reformas que han pretendido atenuar el horror del castigo supremo; una de ellas es la disminuciôn de las horas forzosas de capilla; la capilla, impuesta por un escrûpulo religioso, es un resto de refinamiento en el suplicio ; es un tormento moral, siiprimido ya en casl todas las legislaciones.

^Otra reforma sustrajo a la vista del publico las. ejecuciones, con patente inconsecuencia respecte al principio de ejemplaridad. En Inglaterra las ejecuciones son efectuadas también a puerta cerrada. En Francia son todavîa publicas. Recuerdo que cuando se presentô a la Câmara el proyeeto de ley pidiendo que la guillotina quedara relegada al interior de las câr-celes, todos los abolicionistas votaron en contra, por-que creyeron que la publicidad escandalosa de aque-Uos hechos era el mejor excitante para que la con-ciència social clamara pronto por la supresiôn total de la pena.

Vfcya ahora un saludo erttusiasta y cordial a las naciones que tienen suprimido el cadalso. Vaya, singularmente, a la joven Repûblica de Portugal, inmediàto ejemplo para Iberià. Vaya también al gtfupo de abolicionistas franceses, vencidos ayer por el atraso social de las multitudes parisienses. Y vaya> en fin, para que Esparia de pronto al mundo esta lec-ciôn de nobleza dignificadora, verdadero imperialis-mo moral, irradiador de una espanolidad que se erija en europeidad doctrinal ejemplarlsima, amenguando nuestra3 heredadas tinieblas histôricas.

VII

He de anadir unas palabras sobre la pena de muerte en las jurisdicciones y leyes de excepciôn. Siempre que las voces del poder han hablado de una prôxima supresiôn de la pena de muerte, no han olvidado de-cir que la aboliciôn no se extenderia a la jurisdicciôn de guerra. Y sobre este punto precisan algunas distin-ciones.

Italia, que tiene suprimida la pena de muerte, la conserva en la jurisdicciôn militar, pero sôlo en tiempo de guerra.

A nosotros, por el momento, no nos importarîa que la legislaciôn espanola adoptara el mismo principio. La guerra, por si sola, representa un instinto atâvico, parecido al de la pena de muerte. De hecho es una pena de muerte eventual. Y como es un estado anonna-lîsimo, para lograr el cual se necesitan fuertes coac-ciones, la pena de muerte es una de sus naturales con-secuencias. Pero quisiéramos, en cambio, la supresiôn absoluta de la pena de muerte en tiempo de paz, as! en la jurisdicciôn militar como en la civil. No cree-mos que sea una obsoluta necesidad para la disciplina, como afirma un tôpico corriente.

Deberia hacerse una comparaciôn entre las sancio-nés sefialadas en los diversos Côdigos militares de Europa, y modificar, en vista de ellas, el Côdigo es-panol, Tepetidas veces calificado de arcaico.

Se ha de tener en cuenta, ademâs, que los delitos penados con la muerte, en jurisdicciôn militar, son de dos clases ; los unos ataiien a la disciplina, y los otros al orden pûblico. Unos y otros son delitos para los cuales, en général, no rige la extradiciôn, y por tanto no considerados delitos universales, naturales; sino delitos artificiales, locales, nacionales, polîticos, crea-dos por la ley y no por la naturaleza.

Los hombres sobre cjuienes recaen en général estas condenas, no son criminales natos, profesionales ; sino ocasionales, adjetivos. Si acudimos a la historia, veremos que las vîctimas proclamadas hoy ilustres, fueron sacrificadas por jurisdicciones excepcionales o de guerra, bajo las iras o las pasiones de! momento, unidas a la rapidez de los trâmites. Algunos de ellos ayer fueron creidos criminales, y hoy son héroes.

^Qué honras nacionales parecerxan bastantes, por ejemplo, para el général Lacy, o para el Empecinado, o para Torrijos, si pudiesen resucitar?

VIII

Ifa subsistencia de la pena de muerte es un pelîgro' général, aunque parezca lo contrario a los que suelçn-pensar levantanao egoistamente los hombros: "^Qué: me importa a mi una penalidad en la que nunca incu-rriré? Pero este buen burgués no sospecha en qué apariencia de crimen puede manana caer, o bajo^ qué? moîistruoso error judicial puede ser incluido. ^Ha-meditado bien las consecuencias que podrîa acarrear-le una revoluciôn victoriosa, llena de represalîas y venganzas? La aboliciôn del patibulo implicarîa una dulcifîcac;ôn de las costumbres pûblicas y privadàs; y con el transcurso del tiempo séria un imposible .natural, para la Humanidad, el restablecimiento de la pena de muerte, como lo séria hoy en las tierras de civilizaciôn el de la tortura judicial. Asî como creo que la pena de muerte fomenta el asesinato, creo que la aboliciôn fomentarîa la educaciôn moral del hombre y del pueblo, moralizando en principio el Po-der, como representaciôn auténtica de los mâs dignos. No debemos imaginar la sociedad como una Medea que deguella a sus hijos ante el pueblo, ni como un-Moloch divino que dévora a los hombres en sacrificio. En la protesta général que se levanta de todas partes ante la inminencia de una ejecuciôn, hay un eco de conciencia; es el vagido infantil de la futura concien-cia, del grado prôximo y superior de la conciencia humana en el futuro de su transformaciôn, reaccio-nando contra la conciencia de ayer, mâs cercana a los orîgenes bestiales.

Mi pequena gloria de escritor se cifrarîa precisa-mente en haber contribuîdo a despertar aquella nueva conciencia.

Revisado por la previa censura gubernativa

Ixap. Isidro Duch.—Viladomat, 108

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V ÈE R T I C El

Revista Quincenal Ilustrada, de Ideas,

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publica los dias 6 y 21 de cada mes. LiÇJratura, Arte, Ciencia, Filosofia, Crîtica. Co'yiboraciones directas de Alfonso Camin, Alberto Ghiraldo, Ramôn Acin, Valentin de Pedro, Eduardo Barriobero y otros. '

Coîaboradores artisticos: Barradas, «Shum», Vidal y Segarra^ .

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